miércoles, 22 de febrero de 2012

SAMUEL FEIJOO: EL ENJAMBRE.


En el patio, veo a Lelo moler maíz para el cuerpo en ceba. Se aparece su hermano Lico, con su sombrero alón medio roto y el rostro prieto en demasía. ¿No saben- nos dice- que acaba de morir la muchacha curandera de Palmira? Vivía en un colmenar: se negaba a salir de allí, y curaba el cáncer con unas yerbas. Cuando se puso grave millones de abejas le hicieron pared y techo con sus cuerpos y nadie la vio morir. Cuando salió del entierro las abejas fueron en enjambres con la comitiva hasta la misma tumba.

jueves, 16 de febrero de 2012

Capítulo 12.- Tory Lane por Marla.


Camino por la acera tibia, no hay brisa o si la hay parece que quema. Camino bajo un sol que se ensaña sobre los transeúntes de una ciudad en la que no todos respiran el aire fabricado de un automóvil. Por estas fechas no parece sencillo encontrar una oficina decorosa donde desempeñar las funciones que a uno le gustan. No hay posibilidad. Continuamente, y a pesar de lo que digan los señores fascinados por la aldeización
del planeta, en esta ciudad se cierran las fronteras. Se cierran al menos para las mentes lúcidas, para quienes hurgan entre las suciedades y desperdicios de una sociedad que se llama a sí misma moderna, con una ingenuidad provinciana y asquerosa.

En mi mente, no había otro designo que el estar en contra por la simple -y honrosa- satisfacción de estar en contra. Como si pudiera reestablecerse la idea de que todo lo que nos acontece proviene de un mito asociado al destino -cosa más
grande!

Llego hasta Las Peñas y parece que se termina la agonía, he decido gastar los pocos dólares que le extraigo a mis alumnos en aplacar el ardor que consume mi garganta. (Por lo menos tengo estudiantes mediocres que pagan para pintar malos cuadros que luego venderán a precios módicos en galerías desacreditadas.) Subo el empedrado maldito que lastima mis tacos, pero ¿quién dice miedo si voy por unas copas? Llego hasta el bar, el Rytazz, un sitial impreciso cuya dirección exacta no recuerdo
jamás cuando quiero dar explicaciones. Entro sin reparos por la aparatosa entrada –una puerta agonizante del siglo XIX violada por decoraciones pop trash y la psicodelia lumínica del neón-, y descubro que, increíblemente, no hay nadie adentro. Busco inmediatamente aquel lugar que es perfecto para mis tertulias nocherniegas, justo entre los posters de Uma Thurman, Angelina Jolie y Courtney Love –imágenes extáticas del ojo endemoniado de Lachapelle-, y una vez sentada sobre un amplio sillón de terciopelo, vislumbro en el lejano mostrador la presencia de un ángel.

Este ángel tiene una cintura magnífica, y viste de rosa; lleva tacones altos como una puta flamante consagrada a preconizar los deleites de su oficio. Pero hay algo extraño en su mirada, algo que se escapa en las burbujas de su copa de champaña. “Su labial es disonante”, pienso mientras la mesera se acerca con la cartilla en la mano, y recuerdo una canción de Sabina donde se narra la historia de una princesa con boca de fruto rojo...

Pido algo que me recuerda la otra noche en Diva, y sigo mirando a este ángel impecable, sentada como una bebedora de ajenjo, hierática y escultórica. (Nunca supe su nombre, pero hube de llamarla Tory. Tory como la joven de pelo oscuro que se desnuda en mi televisor por las noches. Tory como Tory Lane...).

Bebo varios vasos de un líquido caliente, y manso, y la tarde se reduce a un montón de cenizas bajo mis zapatos de tacón. Me invade una sobrecogedora necesidad de humo. Tengo a Tory a cinco metros de distancia, pero hay algo que detiene mis pasos hacia ella. Ella casi no se mueve, fuma, sorbe un trago, cruza las piernas o deposita la ceniza sobre el cajoncito de madera dispuesto para tal propósito. No me ha visto, no sabe que me recuerda también a Daisy Lowe sentada sobre la silla del mostrador. De pronto, se levanta y camina en dirección del baño. Sus pies parecen flotar, moverse con la levedad de un martini. Trato de pararme, pero ya tengo suficiente alcohol en las venas, debilitándome. “Esperaré a que salga y la llamaré”, murmuran mis labios, y mi mente dibuja una escena donde ella está acostada en el sofá que tengo cerca, con las piernas estiradas y los brazos extendidos sobre el terciopelo... La imagino flotando sobre la corriente de un río, el agua le dispersa los cabellos negros y lacios como algas dormidas. Tory me recuerda a la Ofelia de William Morris, agonizante... pero prefiriría ver ese mismo darse a las aguas en un darse a mis brazos; yo la deseo. Los minutos se estiran, ella demora demasiado, cuando sale estoy desprevenida, imaginando estas cosas, y tengo que conformarme con verla sentada, nuevamente, en el minúsculo sitial que retiene su figura.

Una blusa transparente se incendia sobre su torso, justo como el vestuario que Jaje Lens concibiera para el personaje de Ofelia en la tediosa versión de Lee Romans de Hamlet. Luego de tres copas más, muy poco me importa Shakespeare y sus divas
suicidas, así que me aproximo, dando traspies, al mostrador donde se encuentra el ángel.

- Te pareces a Tory Lane –susurro muy cerca de su cuello, ella me mira y en sus ojos enrojecidos puedo constatar la inminencia de un fuerte pesar que la atormenta.
- Vamos a lado –murmura ella, y yo la sigo...

Caminamos cogidas de la mano hacia el salón contiguo, de luz tenue y música a bajo volumen. Nos tumbamos en un sofá acolchado de terciopelo fucsia. Luego de un par de copas, Tory se acuesta y pone sus pies descalzos sobre mi falda. Nuestros cuerpos resplandecen bajo la luz ultravioleta. No paramos de reír y de aspirar polvo. Pronto, acontece la noche, y se pone fría; las horas transcurren y es ya de madrugada. Comienzo a darle un masaje en los pies, acariciando la tersa disposición de su piel bajo mis manos. Poco a poco, un silencio grave repta sobre nuestros labios, y callamos; como si pronunciar palabra, decir la más mínima cosa, fuera romper un convenio celebrado con el destino. Y poco a poco, su cuerpo se va relajando. Se relaja, se contrae, se relaja hasta el punto de invalidar mis escasos gestos de seducción improvisados... se contrae otra vez, y no sé cómo retenerla, no sé si se escapa, o si quiere quedarse conmigo para siempre, como la Ofelia de Lee Romans, como la de Shakespeare, o la de Morris...

Cuando salgo del Rytazz no hay nadie en el mostrador, ni en las butacas que conspiran alrededor de las mesas rojas; no hay nadie, excepto ella y yo, cogidas de la mano bajo las luces de neón del Rytazz. Esta noche, pondré la cinta de Tory Lane, pero algo me dice que no habrá magia ni ritmo, ni una masturbación gloriosa, porque mis dedos ya han soportado demasiado.

2008.
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