lunes, 23 de marzo de 2009

Sección “Los extraños casos de la orquídea salvaje”: Episodio 1. Looking for Kate Moss.


Por Clarissa Muller

A Maybel y Magdiel por todo.
Mi primer orgasmo lo recuerdo con la misma precisión con la que admiré aquel cuadro de la Escuela de Fontainebleau en una clase de la Sra. Meredith. Una chica tocaba suavemente el pezón blanquecino de otra en idéntica posición sentada a su lado. Lo recuerdo mientras caminaba por la Gran Avenida de las Peñas Blancas y mis ojos dilucidaron la perfecta simetría de una mujer proyectada en una inmensa gigantografìa. Tiempo después supe su nombre. Gía fue un semblante perfecto, una amplitud espectral que se consumió en su magnífica existencia. Una blasfemia, una lesbiana preciosa, un tumultuoso torbellino de sexuales sustancias prohibidas. Una efigie exquisita y maldita. Eso lo supe tiempo después. Aquel día en la Rué mi papá ajeno se había adelantado por la acera, sin saber mi estado de febril desmayo. En ese otoño yo no entendí mucho. Tampoco nadie podía explicármelo, pero esa noche bajo la casi total ignorancia de los doce años dormí sobrecogida. Con veinticuatro años las cosas ya no eran las mismas, estudiaba diseño en Nueva York, vivía en un piso de cristales empañados en el down town, había tenido algunos aciertos confeccionando piezas únicas de lencería que me ayudaban a pagar la renta. Leía a Virginia Woolf y Carson McCullers y no tenía mucho tiempo para detenerme ante los anuncios lumínicos en las calles del centro comercial. Sentada con la cabeza apoyada en el escritorio, me cuesta deshacerme de aquella imagen traslúcida. Me levanto descuidada y avanzo con prontitud hacia el librero, saco algunos viejos álbumes donde acumulaba mis poco diestros bocetos de mis primeras faldas y camisetas. Ojeo las páginas empolvadas y de nuevo me satisfacen antiguas remembranzas. El preuniversitario se avalancha contra mi y no me queda otra alternativa que tenderme sobre la madera del piso mientras me eriza la frialdad del tabloncillo. Nostálgicos blue jeans sueltos desde el muslo, camisetas con letreros pop y sandalias de cuero. Vertiginosa vuelvo a amparar la inocencia de la primera vez que dormí con una mujer. Era diez años mayor que yo. Yo tenía entonces dieciocho ese verano. La verdad no sabía mucho más de ella que su preferencia por tomar capuccino, mientras leía débilmente las revistas Vogue. Coleccionaba las prendas que pertenecieron a Cocó y olía misteriosamente a Chanel. Permanecí semanas expiándola, después de haberla encontrado paseando por el parque, a través de los breves espacios de la entrepersiana de su habitación. Una hora se tardaba en elegir la ropa adecuada. Tarde era de mayo, mientras trataba de escurrirme silenciosa y cayeron al suelo un montón de revistas que llevaba bajo el brazo. Monique se volteó y apuró el paso hasta la persiana. La abrió sin susto escudriñando y me descubrió con la complacencia y la naturalidad de antiguas conocidas. Monique desapareció y sólo alcancé a ver su silueta entrecortada por las persianas, mientras recomponía mi paquete. La volví a ver el día siguiente sentada frente al portón de la escuela, caminamos juntas hasta su casa. Los contornos de mi cuerpo afloraron tras la suavidad de un vestido, un Dior clásico avolantado que Monique me había colocado sobre la cama. No era una de aquellas imitaciones que Sophie hacía por encargo para las quinceañeras, copiados de las vidrieras de la Gran Plaza. Acostumbrada a las confecciones caseras de mi madre y a las mías propias, aquel vestido de tafetán rojo, se deslizó sin aspereza cuando Monique bajó la cremallera. La figura de Kate Moss retratada en la portada de una revista Elle observó la lentitud con la que entrecruzamos las piernas. Sólo ocurrió una vez y no volví a su casa nunca más, ni ella me esperó nuevamente a la salida del colegio. Con veinticuatro años las cosas ya no son las mismas, he dormido con mujeres y hombres y no comprendo muy bien aún la diferencia. Aquellas imágenes juveniles, andróginas, anoréxicas, junkies, han mantenido mi asombro intacto. Las he amado con la misma precisión del primer día.

martes, 17 de marzo de 2009

Un animal que camina solo.

Por Liliana Artiles Díaz.

“Es posible que el arte nos de una visión de la sociedad o de la naturaleza humana y que, al mismo tiempo, no se pueda definir como visión de la sociedad o de la naturaleza humana. Es posible que en el placer estético esté implícito un cierto narcisismo de la conciencia histórica, sociológica, sicológica, filosófica, etc. Y al mismo tiempo no basta esta sensación para explicar el placer estético”.
Julio García Espinosa


“Terra em transe” (1967), del brasileño Glauber Rocha, se sitúa en un contexto sociocultural, donde la realidad latinoamericana transita por una vorágine relacionada con el auge de los movimientos de liberación nacional, un polisémico desarrollo de las vanguardias artística y política, que sobre todo convulsiona por una atormentadora situación política y económica que era materia de conocimiento y reflexión en Europa. Glauber Rocha que ya había teorizado sobre la tempestad sureña en otros filmes anteriores como “Barravento” (1961) y “Deus e o diabo na terra de Sol” (1964), en “Terra em transe” sacrifica el cierto esquema que habían presentado los largometrajes anteriores para en redoble eliminar el cierto hálito romántico y místico de aquellos productos iniciales. “Terra em transe” con el ejercicio plenamente asimilado de las formas cinematográficas traduce en la pantalla la integridad de un testamento político que agresivo se despliega a lo largo de toda la película.
Glauber Rocha habla de la lucha por el poder, de la frustración latinoamericana, de la esterilidad de las viejas formas políticas, económicas y culturales. Rocha anuncia la imposibilidad de transformar el caduco mecanismo de acción y reacción de América latina a través de las palabras. “Terra em transe” no admite el paternalismo sentimental hispano que se aprovecha de la ignorancia y el hambre como mecanismo de subyugación y explotación. Paulo -intelectual poeta y protagonista del filme- habla de la integridad de un pensamiento comprometido con un verdadero proceso revolucionario consciente.
“(…) La historia no se cambia con lágrimas (…) dice Paulo a Sara a punto de morir. (…) Locura es mi conciencia. Y mi conciencia está aquí en el momento de la verdad. ¡En la hora de la decisión, de la lucha, de la lucha, de la muerte! (…) Necesitamos resistir y yo necesito cantar (…)”
Glauber ha identificado en Paulo un intelectual activo que busca su lugar dentro la metamorfosis que se adjunta al caos que implica el cambio radical. Paulo se haya inmerso en una lucha por el poder donde el actúa como intermediario para compensar las fuerzas reaccionarias y de izquierda.
En El Dorado, lugar geográficamente ficticio, Rocha ha ubicado la acción. La imprecisión de enclavar los conflictos en un lugar inexistente, es la opción que Glauber ha escogido para centrar una problemática devenida continental y no local. La situación puede reconocerse afín a cualquier territorio americano, los eventos de regionales se identifican generales para toda la América Latina. El Dorado es la evidencia de un panorama carnavalesco, caricaturizado y dialéctico, done la actividad de sus protagonistas resalta por el contraste entre lo grotesco drástico y la ternura, la entrega y el amor. “Tierra en trance” es al tiempo una película que trata la política, la miseria y el hambre, la ignorancia y la violencia, pero sobre todo es una película profundamente humana. No por gusto sobre ella el director comentó:
“Para mí es algo más que una película didáctica. Es una especie de meeting cinematográfico, que tiene necesidad de calor, emoción y cariño. Se dicen cosas muy evidentes (…) Es hora de terminar con los mitos que, a todos los niveles de la cultura, alienan la conciencia del pueblo. Terra em transe es la expresión de una crisis total. Es aquel momento de paradoja en el cual no se han encontrado aún los caminos para discernir los otros valores. En América Latina ya terminan las batallas verbales (…)”
Es quizás Glauber Rocha de todo el movimiento de novedad cinematográfica latinoamericana, el autor más importante e innovador, pues aun inserto en la actividad de lo que se conoció como Cinema Novo Brasileño, sin dudas fue el cineasta más independiente y original. Su capacidad de experimentación con el lenguaje, la articulación de los presupuestos ideológicos en concordancia con los mismos y la coherencia estilística y de pensamiento con la urdimbre de fenómenos artísticos y sociales latinoamericanos. Aunque creo que suscribir a Glauber Rocha en el marco del proceso creativo que se generó a partir de los años sesenta, reconocido como Nuevo Cine Latinoamericano, es reducir el talento de este realizador que hizo más por popularizar sus experimentos de visualización y narratividad que todos los esfuerzos previos en este sentido. El cine de Glauber Rocha concreta un peculiar mecanismo de trabajo, al mostrar radicalmente la capacidad del sistema capitalista para absorber y neutralizar las distintas formas de subcultura, cultura popular y de vanguardia, así como su habilidad para despojarlas de su sentido original para convertirlas en herramientas a su favor. Por lo que el cine rochiano está en territorio fronterizo entre el cine de arte y ensayo y el cine de filiación sociológica, sicológica y antropológica. Estrategias creativas que no son excluyentes, sino que se imbrican en estos filmes, sentido y lenguaje cinematográfico, entablándose un variado diálogo entre la estética del cine reconocido como propiamente latinoamericano por su expresión particular y el cine universal.
“Terra em transe”, faculta un tejido de elementos expresivos, que juega con el simbolismo de una fotografía cuidada y exaltada, en blanco y negro, con planos cenitales enrarecidos, planos cerrados, primeros planos y close up, que traducen un dramatismo violento y bello, que se apoya en excelentes actuaciones que sobrepasan la coherencia dramatúrgica del cine para recordarnos la fuerza actoral del teatro por su impacto en el público. Cada parlamento tributa no sólo a un hilvanado mayor devenido discurso político, sino que se manifiestan como reverberaciones del propio cineasta sobre su manera de entender la realidad y el cine.
“Terra em transe” representa la encarnada batalla entre fuerzas opositoras, el servilismo, la pobreza, la justicia, la corrupción, el deber, el compromiso, la fe, el oportunismo, la decisión y el coraje, la moral, los líderes, el facilismo, la entrega y el sacrificio. Paulo en desgarrador y manifiesto ataque de delirio declama:
“(…) ¿Cuál es el sentido de la coherencia? Dicen ser prudente observar la historia sin sufrir. Hasta que un día la masa tome el poder por la conciencia. El pueblo necesita la muerte pues abatido, quebrado no puede ya creer en ningún partido. La muerte como fe, no como temor (…)”
En el texto fílmico Glauber Rocha replantea las condicionantes del individuo y el paisaje latinoamericano: el hambre como síndrome generador de violencia física y visual. En “La estética del hambre” (1965) Rocha define su tesis sobre el espacio vivencial americano, encontrando la verdadera naturaleza del contexto sicosocial:
“(…) El hambre latino, por eso, no es solamente síntoma alarmante: es el nervio de la propia sociedad. Ahí reside la trágica originalidad del cinema novo delante del cine mundial: nuestra originalidad es nuestra hambre, siendo sentido, no es comprendida (…)”
La violencia de las imágenes, el simbolismo y la fuerza dramática de los planos y secuencias es atroz. Paulo al borde de la muerte es presentado en la blanquísima vastedad de un espacio abierto imaginario, mientras apunta con una ametralladora al vacío recitando unas palabras con la marca de Mario Faustino:
“No consiguió firmar el noble pacto entre cosmos sangriento y el alma pura –gladiador difunto, pero intacto- (tanta violencia, mas tanta ternura)”
En la película la muerte de Paulo es sentencia desde el comienzo del filme, por lo que a manera de flashback, se narran sus reminiscencias del pasado. La muerte del poeta es la anunciación no de la caída de sus ideales, sino el comienzo de un nuevo ciclo de continuidad y esperanza en el porvenir. Sería válido recordar las palabras del intelectual revolucionario italiano Pier Paolo Pasolini cuando su personaje del cuervo en “Uccellaci e uccellini” pronuncia: “¡Yo no lloro sobre el cadáver de mis ideas, porque seguramente otro tomará en sus manos la bandera para llevarla adelante! ¡Es sobre mi propio cadáver que lloro!”.
Cada secuencia es portadora de un alto contenido estético y simbólico: Porfirio Díaz camina ondeando una bandera negra, mientras sostiene un Cristo seguido de unos personajes que aparentan indígenas del Amazonas por su indumentaria. La riqueza de esta secuencia está dada por la metáfora implícita: Porfirio -funcionario corrupto que ha escalado hasta las altas esferas del poder- establece un paralelo histórico que semeja la llegada de los conquistadores españoles a nuestras tierras. Rocha ha relacionado la toma de posesión de Díaz con la apoteosis que representó la conquista para el pueblo americano. Porfirio avanza hasta una cruz gigante clavada en el suelo y bebe el cáliz como acto de fe. Rocha consigue la fuerza de la metáfora al emparentar ambos sucesos dada la repercusión de los mismos, el uno porque inició un período traumático para las culturas hispanas, el otro porque deviene continuidad de ese proceso inaugurado en 1492. Apocalipsis que ha sumergido a los países del continente en devastadora miseria, al tiempo que como Porfirio se suceden gobernantes entreguistas que de desentienden del futuro de América Latina. Rocha ha optado por la libertad de la cámara en mano para seguir a Porfirio por la escalinata del Palacio de Gobierno. La gran pesadilla de la corrupción gubernamental y de las dictaduras en el continente es denunciado como esquema de comportamiento y como condición de existencia cruda y violenta.
Sin embargo Rocha rehúsa el panfleto decidiendo la ruptura con todos los patrones de discurso anteriores, negando el patetismo del melodrama y proponiendo un espectro de formas impactantes y enrarecidas. Su manera de combinar y emplear el lenguaje cinematográfico no tiene precedente. Rocha aprovecha las posibilidades del documental acomodándolas a la ficción. El cine de Glauber Rocha sin ser hiperrealista, ni tampoco alegórico del todo, ofrece un sentido de la realidad, que puede devenir símbolo o la metáfora derivar síntesis de lo real. Los ambientes que Rocha ha caracterizado como espacios surreales para el europeo, no son más que justificaciones que según el director encuentra en extranjero para entender un sistema cosmovisivo otro, preterido e ignorado, que se le manifiesta como folclórico y exótico. Esos terrenos de confluencia y enfrentamiento brutal son tratados por Rocha como rica poesía visual. En boca de Paulo traduce el autor:
“(…) Cuando la belleza es superada por la realidad, cuando perdemos nuestra pureza en otros jardines y males tropicales, cuando respiramos en medio de tantos anémicos el mismo hálito de gusanos en tantos poros animales, o cuando huimos de las calles y dentro de nuestra casa la miseria nos acompaña en sus cosas más fatales, como la comida, el libro, el disco, la ropa, el plato, la piel, el hígado reventando, la garganta en pánico, y un olvido inexplicable de nosotros, sentimos finalmente que la muerte aquí converge, aunque con forma de vida, agresiva (…)”
El subdesarrollo frente a la opulencia de los estamentos de la sociedad rica son representados en “Terra em transe” cobrando una vitalidad neurótica. Glauber Rocha intenta la búsqueda de significados y valores perdidos y esa indagación se muestra como sátira o parodia. Los personajes del filme parecen presos de sus historias. Como caricaturas circenses, los protagonistas se retuercen y hunden en la órbita de sus convicciones, de su fe, de su conformidad o de su espera. La lucha es cruenta, el caótico baile orgiástico es la decadencia y la crisis de un proyecto que ignora un futuro a construir mejor.
“Terra em transe” con la coherencia de una estructura dramática de un exquisito entramado que se presenta hermético y accesible a la vez, se articula en bloques secuenciales en torno a una narración que escapa y sobrepone a todos los estilos posibles. La frustración de una revolución vista a través de la esquizofrénica lucidez de un poeta, delata múltiples connotaciones ideoestéticas a niveles de un elaborado discurso programático. Rocha tiene planos de una gentileza extraordinaria que actúan por contraste con otros laberínticos, aplastantes y muy agresivos. Los primeros: Paulo baila con Silvia, después de su nombramiento o cuando el poeta despierta en la mañana mientras Silvia duerme y asomado por las persianas lo inunda la luz del sol cegándolo. Los segundos: planos cenitales de la azotea de la casa de Paulo, enrarecidos por una atmósfera brumosa que es interpelada por unas geométricas armaduras de hierro o Vieira que confundido y exasperado es arrastrado por la masa enardecida, al tiempo que a un hombre con una soga es ahorcado con las manos o Fuentes hablándole a la cámara ojeroso y neurótico, junto a dos preciosas mujeres que permanecen inertes como dormidas o muertas en perfecto estatismo.
El recurso que Rocha utiliza varias veces durante el filme, de personajes enfrentando a la cámara verbalmente, provoca cierta inquietud, pues nos percatamos de que no es a ella a quien se dirige, sino al propio espectador, como para que no haya intermediarios, el mensaje tiene que ser directo. El close up es hábilmente empleado en esta dirección, con la intensidad de la fotografía de los experimentos expresionistas de los años veinte, aunque la riqueza del texto lo convierte en experiencia genuinamente latinoamericana. El símbolo es elemento regulador en este largometraje: Porfirio es coronado como santo pontífice y en lugar de sacerdotes, son aquéllos aborígenes típicamente indumentados, los que auspician. También escenográficamente el palacio de Gobierno se presenta decorado con extrañas plantas autóctonas, mezcla entre misticismo religioso, crítica social y alegoría política. La música es otro componente que tributa al sentimiento y el concepto de la película, Rocha toma en consideración incorporando a la banda sonora temas del también brasileño Villalobos, compositor vanguardista que participó del movimiento artístico y revolucionario latinoamericano o simplemente cuando incidentalmente se escucha el sonido de tiroteos sin que veamos suceso alguno que se relacione con esto. Arias verdianas traducen vitalidad y amargura a las imágenes.
Rocha ha incluido dentro del relato ficcional, pequeños documentales apócrifos que funcionan a la manera de las demagógicas campañas políticas, pero en este caso para desacreditar la falsedad de lo que se postula, y anunciar el derrumbe de estos falsos paradigmas, convirtiéndose en piezas contestarias. Rocha, culmina el largometraje con un poema que ya había sido anticipado al comienzo de la cinta, pero que Paulo termina ahora a punto de morir:
“(…) ¡Somos hijos infinitos y eternos de la oscuridad, de la inquisición y la conversión! Y somos infinita y eternamente hijos del miedo, ¡de la sangren el cuerpo de nuestro hermano! Y no asumimos nuestra violencia, ni nuestras ideas, como el odio de los bárbaros adormecidos que somos. No asumimos nuestro pasado, tonto raquítico pasado, de haraganerías y de oraciones, un paisaje, una música, sobre las almas indolentes, estas indolentes razas serviles a Dios y a los señores, una pasiva debilidad típica de los indolentes. ¡Ah, no es posible creer que todo eso sea verdad! ¿Hasta cuándo soportaremos?¿Hasta cuándo soportaremos, más allá de la paciencia y el amor?¿Hasta cuándo más allá de la inconciencia del miedo? Más allá de nuestra infancia y de nuestra adolescencia soportaremos”.
Rocha ha abierto un mundo de emociones y de discusiones sobre la condición del hombre y la sociedad latinoamericana. No es un algoritmo sino más bien una herida que hay que sanar, una especie de sofismo constructivo, de vivo campo de batalla. Glauber Rocha es un artista, mas un intelectual, un político y un luchador.

domingo, 15 de marzo de 2009

Faz (II). Fragmento inicial


Por Samuel Feijoo.

Era de noche. Las mujeres de Ciego de Ávila cantaban canciones criollas sentadas en sillones, por las aceras. Entró al parque sin retreta; miraba a las doncellas voltearse sonriendo. Desde los pinos de los canteros chillaban unos pájaros prietos cuyos blancos excrementos cubrían la flor de la mariposa. El perfume y el pasar de las doncellas y los rostros extraños y lo desconocido del lugar le mareaban un poco. Vino un negrito que resultó tuberculoso, que le pedía un vaso de leche, y se fueron a comer pescado frito, a un kiosko mal iluminado, en un rincón del parque. Poco después llegó a un hospedaje con la bicicleta y el negrito. El negrito fumaba bajo su mosquitero. Su ascua roja en la boca iluminaba intermitente un rostro enigmático. Afuera vio a la prostituta encendiendo un tabaco. Ella le dijo: Disipo con esta yerba, tírale un jaloncito: lo alto que te encarama.
La feliz muchacha subió con él la loma. Hacía puchas de flores silvestres y estaba sostenida de la alegría del amanecer, de los pétalos que enloquecía el aire blanco. A veces le apartaba con sus voces, pero estaba llena de deliciosos grititos de asombro, y en la cueva tuvo su mano. Quería descansar en un valle de un verde muy profundo, le dijo. Le habló de la luna, cómo es el romper del primer norte sobre los campos costeños. Entonces recobraba la fuente de las amadas, que la hizo incomparable reina de las errancias en el tiempo frío cuando entra su lento rojo, alimento de los mismos sentidos; silencio en las cañas, humedad, nocturno inmóvil, algún pájaro, luna serenísima: su azul vago, su historia de oro, su pobre tristeza. La muchacha no quiso dormir y sí conversar en un parque del pueblo.
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