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lunes, 30 de julio de 2012

Capítulo 45: Marla se mira en el espejo, pero quiere ser miope.



Ana Rosa Valdéz.

Más allá de su ventana, hay campos de fresas que permanecen en un tiempo inestable.
Bajo una llovizna ligera, que acaricia la hierba húmeda, y el polvo, quisiera caminar Marla.
Abrir las puertas de madera de la casa familiar,  recibir el sol de la mañana en la piel del cutis pálida, correr al encuentro del amor imaginario que tiende los brazos bajo la lluvia,  bajo el sol, bajo unas estrellas ciegas.

Marla cierra los ojos durante todo el día. Teme ser descubierta por ángeles, por infiernos, rosarios dolorosos que esconden sus manos del destino, bajo la mirada intranquila de la noche. Teme ser incinerada, suspendida, o que se le posterguen las horas, hasta un inesperado día en que la muchedumbre se disipe más allá del viento. Teme convertirse en un ser innecesario, algo menos que una mosca, un personaje de David Lynch.

Se retuerce sobre un cristal imperfecto; al otro lado reposa una niña de cabello oscuro y largo; ya nada es como hace nueve años, ya nada es como hace cinco años,  como hace diecisiete semanas cuando…

Era un día magnífico para el pez plátano, alguien esperaba en el cuarto amoblado, había champaña y una tina con espuma, como en las películas de serie B, cuando en cualquier momento debe aparecer el monstruo.

“El corazón es un cazador solitario”.
“El corazón es un cazador solitario”.
“El corazón es un cazador solitario”.

Marla se ejercita, audaz, en el arte del trapecio. Adriana, la amiga del trabajo, le dice todos los días: “Será un tatuaje con alas”, pero es demasiado obvio.

jueves, 16 de febrero de 2012

Capítulo 12.- Tory Lane por Marla.


Camino por la acera tibia, no hay brisa o si la hay parece que quema. Camino bajo un sol que se ensaña sobre los transeúntes de una ciudad en la que no todos respiran el aire fabricado de un automóvil. Por estas fechas no parece sencillo encontrar una oficina decorosa donde desempeñar las funciones que a uno le gustan. No hay posibilidad. Continuamente, y a pesar de lo que digan los señores fascinados por la aldeización
del planeta, en esta ciudad se cierran las fronteras. Se cierran al menos para las mentes lúcidas, para quienes hurgan entre las suciedades y desperdicios de una sociedad que se llama a sí misma moderna, con una ingenuidad provinciana y asquerosa.

En mi mente, no había otro designo que el estar en contra por la simple -y honrosa- satisfacción de estar en contra. Como si pudiera reestablecerse la idea de que todo lo que nos acontece proviene de un mito asociado al destino -cosa más
grande!

Llego hasta Las Peñas y parece que se termina la agonía, he decido gastar los pocos dólares que le extraigo a mis alumnos en aplacar el ardor que consume mi garganta. (Por lo menos tengo estudiantes mediocres que pagan para pintar malos cuadros que luego venderán a precios módicos en galerías desacreditadas.) Subo el empedrado maldito que lastima mis tacos, pero ¿quién dice miedo si voy por unas copas? Llego hasta el bar, el Rytazz, un sitial impreciso cuya dirección exacta no recuerdo
jamás cuando quiero dar explicaciones. Entro sin reparos por la aparatosa entrada –una puerta agonizante del siglo XIX violada por decoraciones pop trash y la psicodelia lumínica del neón-, y descubro que, increíblemente, no hay nadie adentro. Busco inmediatamente aquel lugar que es perfecto para mis tertulias nocherniegas, justo entre los posters de Uma Thurman, Angelina Jolie y Courtney Love –imágenes extáticas del ojo endemoniado de Lachapelle-, y una vez sentada sobre un amplio sillón de terciopelo, vislumbro en el lejano mostrador la presencia de un ángel.

Este ángel tiene una cintura magnífica, y viste de rosa; lleva tacones altos como una puta flamante consagrada a preconizar los deleites de su oficio. Pero hay algo extraño en su mirada, algo que se escapa en las burbujas de su copa de champaña. “Su labial es disonante”, pienso mientras la mesera se acerca con la cartilla en la mano, y recuerdo una canción de Sabina donde se narra la historia de una princesa con boca de fruto rojo...

Pido algo que me recuerda la otra noche en Diva, y sigo mirando a este ángel impecable, sentada como una bebedora de ajenjo, hierática y escultórica. (Nunca supe su nombre, pero hube de llamarla Tory. Tory como la joven de pelo oscuro que se desnuda en mi televisor por las noches. Tory como Tory Lane...).

Bebo varios vasos de un líquido caliente, y manso, y la tarde se reduce a un montón de cenizas bajo mis zapatos de tacón. Me invade una sobrecogedora necesidad de humo. Tengo a Tory a cinco metros de distancia, pero hay algo que detiene mis pasos hacia ella. Ella casi no se mueve, fuma, sorbe un trago, cruza las piernas o deposita la ceniza sobre el cajoncito de madera dispuesto para tal propósito. No me ha visto, no sabe que me recuerda también a Daisy Lowe sentada sobre la silla del mostrador. De pronto, se levanta y camina en dirección del baño. Sus pies parecen flotar, moverse con la levedad de un martini. Trato de pararme, pero ya tengo suficiente alcohol en las venas, debilitándome. “Esperaré a que salga y la llamaré”, murmuran mis labios, y mi mente dibuja una escena donde ella está acostada en el sofá que tengo cerca, con las piernas estiradas y los brazos extendidos sobre el terciopelo... La imagino flotando sobre la corriente de un río, el agua le dispersa los cabellos negros y lacios como algas dormidas. Tory me recuerda a la Ofelia de William Morris, agonizante... pero prefiriría ver ese mismo darse a las aguas en un darse a mis brazos; yo la deseo. Los minutos se estiran, ella demora demasiado, cuando sale estoy desprevenida, imaginando estas cosas, y tengo que conformarme con verla sentada, nuevamente, en el minúsculo sitial que retiene su figura.

Una blusa transparente se incendia sobre su torso, justo como el vestuario que Jaje Lens concibiera para el personaje de Ofelia en la tediosa versión de Lee Romans de Hamlet. Luego de tres copas más, muy poco me importa Shakespeare y sus divas
suicidas, así que me aproximo, dando traspies, al mostrador donde se encuentra el ángel.

- Te pareces a Tory Lane –susurro muy cerca de su cuello, ella me mira y en sus ojos enrojecidos puedo constatar la inminencia de un fuerte pesar que la atormenta.
- Vamos a lado –murmura ella, y yo la sigo...

Caminamos cogidas de la mano hacia el salón contiguo, de luz tenue y música a bajo volumen. Nos tumbamos en un sofá acolchado de terciopelo fucsia. Luego de un par de copas, Tory se acuesta y pone sus pies descalzos sobre mi falda. Nuestros cuerpos resplandecen bajo la luz ultravioleta. No paramos de reír y de aspirar polvo. Pronto, acontece la noche, y se pone fría; las horas transcurren y es ya de madrugada. Comienzo a darle un masaje en los pies, acariciando la tersa disposición de su piel bajo mis manos. Poco a poco, un silencio grave repta sobre nuestros labios, y callamos; como si pronunciar palabra, decir la más mínima cosa, fuera romper un convenio celebrado con el destino. Y poco a poco, su cuerpo se va relajando. Se relaja, se contrae, se relaja hasta el punto de invalidar mis escasos gestos de seducción improvisados... se contrae otra vez, y no sé cómo retenerla, no sé si se escapa, o si quiere quedarse conmigo para siempre, como la Ofelia de Lee Romans, como la de Shakespeare, o la de Morris...

Cuando salgo del Rytazz no hay nadie en el mostrador, ni en las butacas que conspiran alrededor de las mesas rojas; no hay nadie, excepto ella y yo, cogidas de la mano bajo las luces de neón del Rytazz. Esta noche, pondré la cinta de Tory Lane, pero algo me dice que no habrá magia ni ritmo, ni una masturbación gloriosa, porque mis dedos ya han soportado demasiado.

2008.

martes, 10 de enero de 2012

Capítulo 34. UNA NOCHE PERFECTA.


Ana Rosa Valdez

No hay excusas cuando alguien quiere marcharse. Quienes buscan o inventan las explicaciones son los que se quedan, el que parte sólo necesita un ticket de ida y seiscientos dólares en efectivo, un mapa quizás, y algo donde guardar un libro, una bufanda y un perfume ligero. Cuando Marla entró en el dormitorio, a Jeannie no le faltaba el bolso perfecto -completamente amarillo de Afolfo Dominguez- y los zapatos -unos azules de Ana Sui- en la mano. Tampoco estaba ausente el perfume, algo de Lolita como de costumbre.


- Otra vez... - Marla suspiró.
- Debo buscar esos documentos, en algún lugar de los estantes, ay! tantos estantes! - Jeannie parecía preocupada. Su angustia desapareció sin dar lugar a la sospecha, y continuó librando una batalla descomunal contra sus pestañas, había que rizarlas de cualquier manera.
- No deberías... - A Marla la inquietud no le sentaba bien, se ponía tensa y torpe, extremadamente torpe.
- Los zapatos me van bien, quizás deberías quedarte con los otros. Deberías tenerlos todos, la verdad. Ah! Pero tus pies pequeños... - Sonrió, quizás por última vez en aquella tarde.


Marla continuó observando, creando excusas, casi redactándolas en el libro mágico de su cabeza. Jeannie no dejaba de moverse, buscaba cosas a tientas, al azar. Mirándose en el espejo de un estuche dorado, Marla lucía como la chica que aparece en la portada de la Harper´s Bazaar de agosto de 1902. Con esa exactitud, pero sin las flores en el cabello. El cabello de Marla siempre estaba corto y era imposible adornarlo siquiera con vinchas o con diademas de colores. Por ello, a Jeannie le parecía justo colocarlas todas en su cabello naranja, a pesar de las burlas de los empleados del almacén y los transeúntes en la estación del autobus.

Jeannie se marcha por fin, sacude sus zapatos y coge el maldito bolso amarillo. Dice que debe estudiar un asunto importante en la biblioteca de la Universidad de Miskatonik; por supuesto Marla no puede concebir tal desfachatez, no sólo porque dicha biblioteca sea en realidad una justificación insensata, sino porque a Jeannie el olor de los libros viejos le producen alergias. Sin embargo, y contra cualquier reclamo de última hora, ella se marcha, huye otra vez, y Marla no puede sino quedarse frente al pequeño espejo del estuche, mirando sus ojos sin lágrimas y escuchando el silencio que comienza a atraparla por los pies.


***

En la última página del diario dominical, bajo la sombra de unos abedules artificiales en Second Life, en la acera derruida de una calle de Bagdad, Marla espera con los tobillos cruzados. Lleva un par de minutos o un par de horas, el tiempo no es importante, pero las manos ya comienzan a sudarle y es incómodo entre tanta humedad que sofoca el ambiente. Diminutos insectos han decidido agobiar aún más sus piernas cansadas, no tiene repelente ni una manta con qué cubrir más allá de sus hombros desnudos. El día amenaza con aparecerse sin que haya alguna respuesta. En su cabeza, las ideas chocan entre sí como espíritus que vagan por este mundo. Piensa en cómo han sucedido las cosas, han pasado años, muchos años desde que la tuvo en sus brazos. Y le cuesta estar en donde está ahora. Haberse quedado así, con la impresión de que uno de estos día toda la red colapsará, como un vaticinio del demonio, y se llevará consigo todas las imágenes y las letras, no sólo las de Jeannie sino las de todas las personas que confiaron en ella. Ese día -piensa- no quedará nada, se tendrá que expectar el vacío, la gente se mirará al espejo y alguien dirá que hemos muerto -otra vez.

Si Marla pudiera verla por última vez, sería en una noche sin estrellas. ¿Sería esa noche acaso una noche perfecta?

viernes, 6 de enero de 2012

Capítulo 29.- En la sala B


Ana Rosa Valdéz

Tu cuerpo te traiciona, colapsa. Tú colapsas. Ya nada resiste. Una hoja se agita en el viento. Gritas en la oscuridad de tu cuarto un nombre innombrable. Te sientes ajeno en la proximidad de otros. Alguien te cuida, su ternura podría conmoverte pero el pulmón derecho te lastima. Parece que te ahogas, tu cuerpo se rinde. Lágrimas que ruegan en el asfalto. La lluvia se niega a tocar tus heridas. El asco. La náuseas. Las ganas de quitarte todos esos cables que te unen a las máquinas de supervivencia. Quieres un poco de agua, sólo un poco, lo suficiente como para que no se resequen tus labios. La piel áspera, los ojos húmedos y muy abiertos, esperando que el reloj avance, pero nada, las horas transcurren despacio. Nuevamente tienes ganas de gritar en la oscuridad del cuarto, pero hay mucha gente que grita más fuerte que tú. Seguro que no te escucharán y habrás gastado un poco de la energía que aún te sostiene. Amanece. Pero pronto cae noche. La luz del día no tarda en reaparecer, pero otra vez las nubes grises cubren el cielo. La noche. El día. La noche. Las jeringas, los sueros, las vitaminas, los minerales. Qué simple. Todo tan a la mano, en las frutas, en las verduras, en el vaso de leche que hoy te niegan. Todos deciden menos tú. Todos tienen algo que decir, pero lo que tú dices carece de sentido. Es de día, pero la fluorescente es más intensa. Y lastima tus ojos.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Capítulo 19.- Marla en la cocina


Por Ana Rosa Valdez


El reloj sin carga, sin baterías, suspendido el tiempo en una permanencia incesante, demasiado intensa. Marla está sentada sobre el mesón blanco de la cocina, lleva tacones rojos, medias rojas, quizás el esmalte de sus uñas es rojo oscuro, pero es sólo una probabilidad. Pareciera que ella también se ha quedado sin carga, inmovilizada en la fracción de tiempo en que mis ojos la miran, pero hay un detalle que se enciende en su boca, un cigarrillo blanco que enuncia la petición de calmar una angustia. El humo se condensa en la temperatura persuasiva de la estufa, pero el humo que brota de los labios de Marla es como un escape sustancial de su corazón eventualmente convertido en cenizas. Marla se baja del mesón y me toca el hombro al pasar muy cerca, luego ella se desvanece en la penumbra del corredor donde se ilumina una pintura de Chagall semi consumida por el fuego. No escucho el taconeo de sus zapatos rojos, ni percibo el aroma que despiden sus muñecas. He prefigurado un sueño. Quizás Marla siga sentada cerca del reloj plateado que duerme en la cocina, mientras yo la observo desde esta silla mal dispuesta alrededor de la mesa. Quizás Marla no baje, o no se decida por acariciarme en su huida. No he de saber, he prefigurado una coincidencia demasiado probable, y lúcida.

martes, 31 de agosto de 2010

Capítulo 18.- Fogata de incienso por Edie.


Por Ana Rosa Valdez

Todas, en un momento, habremos querido ser como ella, como Edie. La chica de las medias negras, la última musa del modernismo, que quiso ser post pero las jeringas se interpusieron. El sacrificio por el arte. La utopía de vanguardia. El genio del pop se encargó de convertirla en una reluciente estrella a precio de remate.

Oh Edie: tu ingenuidad no sólo te ancló a una generación perdida, sino también a un futuro incierto, aún hoy, luego de tantos años. Quisiste conservar la candidez en los tiempos de la máquina. Porque tú fuiste eso, tan sólo una parte más dentro del sistema de producción de la factoría. Quizás un enclave preciso, quizás una diosa entre tanta genialidad perversa. Quizás un momento de duda, pero sólo eso, no más allá de cualquier actriz de bajo costo.

Verla junto al genio produce vértigo, como un abrigo de terciopelo en el rincón más oscuro de un cuarto desamoblado. En mi cama hay cientos de fotos de ella, textos que narran sobre ella, incontables memorias con que intento aproximarme a ella. Veo ese film de hollywood donde Sienna Miller se hace pasar por Edie, y pienso en cómo un tributo puede generar trastoques eventuales. Porque la hacen ver como cualquier cinéfilo corrupto quiere ver a las divas destrozadas. Pero en mi cuarto, la historia acontece de otro modo. Quizás poseo la sublime excusa de estudiar el traspaso hacia una posmodernidad ineludible. Pienso en Andy y en Edie, en Jeff Koons y en la Cicciolina. Pero también recuerdo a Dalí y a su querida Gala... y digo: oh amor, por qué no se cometen más crímenes en tu nombre?

lunes, 9 de agosto de 2010

Capítulo 31.- Ella no conoce el amor que historié en pergamino.



Ana Rosa Valdez

El amor es una ficción en la que siempre creí. Por eso en todas mis ficciones, sobre todo en la que vivo diariamente, me construyo como un personaje en negativo. Me pregunto si existe alguien que se muera de amor hoy en día. Y si alguna vez existió alguien con tal padecimiento hasta llegar a la locura. Mis personajes mutan según la ficción que vivo. La de todas las noches, por ejemplo, es dolorosa. Sufro una muerte en torturas y lamentos, gritos en la oscuridad, paredes arañadas, manos sudorosas y lágrimas por doquier. La del día es menos fatalista, más romántica. El sol suele convertirme en una suerte de princesa desgarbada, con zapatos sucios que pierdo bajo el armario, y colillas de cigarrillos en los rincones de la casa. Quisiera ser Margarite Duras. O Virgina Wolf envuelta en sábanas lila, como las que tenía cuando estudiaba historia del arte en La Habana. Hay otra ficción que habitualmente eludo, porque me causa una tristeza incompresible. La que vivo cuando escribo estas historias que nadie lee, que a nadie interesan, que sólo para mí tienen una importancia total, plena, como si fuesen fragmentos de aire o retacitos de agua. Sí, tan simple como eso, tan básico y eterno. Siento que todas estas historias, todas estas ficciones, todos estos personajes me acechan.Me miran como si tuvieran algo que ver con mi pasión desmedida por las tardes de verano, cuando en Camagüey hace un calor terrible y en mi ciudad el sol se esconde tras una cortina de nubes pequeñas. A veces suelo impersonar a algunos de mis personajes favoritos, como la chica que es ingenua, y que se sabe ignorante y con pensamientos sencillos, que no responde cuando le preguntan por aquel autor literario, o que no sabe bien quién asumió el cargo de ministro de medio ambiente la semana pasada. A veces, suelo impersonar a otro personaje que me tiene sesgada entre el amor y la desidia; es una chica atractiva, muy seductora, que se cubre con mucha ropa para luego ser desvestida por alguna mano poco inocente. Esa chica tiene los párpados pintados de gris oscuro, rimel negro en las pestañas y un labial color cereza que es incandescente. Me gusta escucharla cuando pone música de los sesenta, y es fantástico cuando baila “Dancing Queen” o alguna otra melodía de Abba. A veces, suelo impersonar a una diva que cae, como el audaz movimiento del trapecista al fallecer, como el mito que se derruye y no resucita. Oh Saroyan! Una diva como aquella que alguna vez amé, que se alejó de mí para siempre y que pervive en alguna ficción bajo el nombre de Jeannie.

martes, 20 de julio de 2010

Capítulo 55.- Las cortinas rojas.



Por Ana Rosa Valdez

Llegué al edificio donde las llamas brotaban sin reparo. El humo, la sangre de los heridos, el ruido de la gente que corría y sus lágrimas. Había olvidado las llaves de la casa en la oficina. En mi cartera sólo contaba con tres cigarrillos, una bolsita con maquillaje, una agenda y una pluma, el teléfono celular que rara vez sonaba, un tampón y algo de dinero. Una señora me miró y pensó que yo también vivía en el edificio incinerado. Me preguntó cómo estaba, si era posible recuperar algo luego de que las cosas se calmaran. Sonreí. Me gustaba sonreír a medias cuando las personas se interesaban por mí, aunque sea un instante impreciso. Le contesté con premura, y caminé hasta el restaurante más cercano. Esa noche también había dejado mi abrigo en la oficina, y la temperatura bajaba rápidamente, dejándome desprotegida e infeliz.

Pero mi infelicidad era mucho más profunda. Jeannie había retornado a sus antiguos deleites, y yo ahora contaba sólo con mi trabajo en un lugar sencillo y dos amigos que quizás podían sostener mi mano mientras vomitara por los nervios… Jeannie… Una vez más. La maldita puta que me había destrozado sin piedad hacía algunos años!

El tiempo se contrajo profundamente! El humo había hecho posesión de mi fragilidad. Caí en medio del centenar de voces que solicitaban auxilio entre las llamas desbordantes. A partir de ese momento, la noche fue surreal. Brillos incandescentes en las pétreas esquinas. Flujos sanguinolentos como lluvia derramada sobre el asfalto. Quise morder el asfalto. Lamer el asfalto. Engordar con todo el polvo, el humo, la sangre, el sudor de las víctimas, las lágrimas de las víctimas, y estallar y desaparecer… Jeannie lo era todo.

La diva me había abandonado, nuevamente. Repetidamente. Como quien decide lacerar la poca humanidad que resta en el planeta. Como quien dice: “Soy lo suficientemente perfecta para hacer declinar a los otros”. Jeannie… Me ha convertido nuevamente en la Novia oscura y en sombras, impurificada, aturdida, expuesta a las ruinas que disipan su presencia.

El edificio continuó ardiendo en llamas durante toda la noche. Y toda la noche estuve sobre el suelo, dejando que los transeúntes me observaran como una víctima más del desastre. Era al menos un consuelo. Dejar que otros me limpien el rostro, me pregunten “¿cómo estás?” y me acaricien mientras prometen que todo estará bien, que no me preocupe, que las cosas materiales no son importantes. Un bombero se acercó para retirar mi cuerpo de entre los escombros. Creo que me dormí en sus brazos hasta llegar a una banqueta con frazadas. Me preguntó en qué piso vivía, pero no respondí. No había podido ver las cortinas rojas que colgaban del balcón de mi casa… Jeannie había vomitado sobre ellas dos días antes, y se estaban pudriendo en la cocina. Hubiese querido que Jeannie entonces respondiera por mí, y le dijera “Vivía en el quinto piso, desde donde lanzó el cigarrillo que buscan para comenzar la investigación pendiente”.

lunes, 21 de junio de 2010

Capítulo 23.- Transatlanticism.


Por Ana Rosa Valdez

No fui consciente del instante en que Mr. Klimt me tomó en sus brazos, intentando arrojarme contra el vacío. Grité… Pero el sonido de mi voz sucumbió ante el la música de Death Cab for Cutie. Mr. Klimt parecía odiarme. Si esto era una broma, era de muy mal gusto. Volví a gritar, al menos a intentarlo. Esta vez sentí como el sonido de mi voz se ahogaba en sus labios. El balcón se movía a una velocidad exquisita. La brisa nos había abandonado. Su cuerpo reposaba ligeramente sobre el mío. Contra la pared. El cemento blanco. Las luces de la ciudad que se oscurecía. Las olas reventando en la arena blanca. El malecón y los transeúntes. La lluvia en la música de Death Cab for Cutie, la lluvia de acordes y melodías. Mr. Klimt besándome. Besando cada parte de mi cuerpo bajo la lluvia de acordes y melodías de una canción de Death Cab for cutie. El piso 13. La sala desprovista de muebles. La antigua puerta de madera que había rescatado de la casa de mis padres. En Ibiza. Los libros y la taza de café. Mr. Klimt haciéndome el amor encima de la mesa redonda, junto a los libros de Marguerite Duras y la taza de café, sucia, quizás aún tibia, quizás con un resto de líquido claro y dulce. La música del Transatlanticism. Específicamente “Transatlanticism”. Y el crescendo en mitad de la nada, o la melodía era muy suave. Los suaves golpes sobre el teclado, la batería a un ritmo totalmente equilibrado y emocionante. Como beber una taza de café en la calle G del Vedado. Queriendo estar tan cerca. Necesitando a Mr. Klimt muy cerca.

domingo, 13 de junio de 2010

Capitulo 20.- Michelle Reise para Jeannie


Por Ana Rosa Valdez

La diva se ha escondido de mí, lo he perdido todo. Cabizbajo, surco las fronteras de una noche calurosa, buscando alguna alcantarilla donde desparramar mis ánimos bajos. Ella se me aparece con el rostro de Michelle Reise. Yo la sigo por el asfalto reseco, y polvoriento. Ella camina con un gesto de atrevimiento en la mano derecha, haciéndome girar contra ella, contra sus caderas mal dispuestas en la saya. Llegamos hasta la funeraria cerca del cementerio cuando, sin poder percibirlo, desaparece. Michelle Reise desaparece. Luego, espero el amanecer, sentado frente al Cementerio General, y huelo el humor de los cadáveres en la sombra. Llegan las vendedoras de flores, vestidas con trajes largos o blusas sueltas. Dicen que prefieren llegar temprano, para que las flores no se marchiten, y porque hay gente que llega a esas horas para recibir la bendición de los muertos. Yo quisiera que Michelle Reise me bendijera, aunque sea una sombra más, y aunque no esté muerta; quisiera que una vez más apareciera, ocultándola a ella... a Jeannie.

martes, 1 de junio de 2010

CAPITULO 25. CLOSER.


Por Ana Rosa Valdez

La entrada deslumbrante. Las luces de neón fosforescentes. Intensas y ruidosas. La multitud en la puerta de ingreso. Aglomerándose. Música en mi reproductor de mp3. Death Cab for cutie. Nuevamente. Repetidamente. Los zapatos de tacón alto. La falda a un nivel incontrolable. La escarcha en el pecho. Lastimándome. La espera en la fila junto a la multitud. Los guardias revisándome. Las mujeres guardias revisándome bajo la falda. Bajo la blusa. Sus manos llenas de escarcha. La barra bajo la luz semi intensa. Las chicas a mi lado. Los chicos con los ojos puestos sobre ellas. Riendo. El sorbo de bebida que me hace sonrojar ligeramente. La extrañeza de experimentar la embriaguez. La soledad en mitad de la sala colmada de visitantes. Los ojos de chico rubio a mi lado. Mi asombro. La nota gris en su mirada. Los jeans azules y la camisa de rayas. El cabello despeinado. La chica de mi lado riendo incontrolablemente. Otras dos chicas murmurando.

Chill out a pesar de las ganas de escuchar música suave. El cigarrillo en mi mano. Consumiéndose. Consumiéndome. Atándome por siempre. Dulce vicio… Un nuevo chico a mi lado. Con los ojos enrojecidos. El humo del cigarrillo. Su persistencia. Una invitación a bailar. Mis labios contestando una negativa. Otra invitación, para conversar afuera. Otra vez mis labios diciendo que no. Minutos que transcurren. “Otra tanta de chill out y estaré fuera con este chico”. La música volviéndose más densa. Más triste. The Cramberries. A los tiempos. Luego de tantos años. Seguro a Yanahara le gustaría. Las memorias de la universidad. El piso 13 y “los relatos de horror y misterio”. Conrad. Mía. Clarissa y Elizabeth. El mar justo en frente del departamento. Recuerdos que se desvanecen. La música volviéndose más lenta. Algo romántico. Y otra invitación para salir a bailar. El chico con los ojos puestos en mí a ratos. Mis jeans atormentándome en una postura demasiado incómoda. Mis labios aceptando la invitación para conversar afuera.


Mr. Klimt contando lo mucho que le gustan mis ojos. ¿Una mentira? Algo aceptable. Su mano tocando mi rostro. La bebida haciendo su efecto. El humo de otro cigarrillo levantándose entre sus ojos y los míos. La música a lo lejos. Chill out. Nuevamente. Una llamada telefónica para avisar que se llegará tarde... Sus manos tocándome los hombros. La piel sensible. Los labios quemándome. Las ganas de tirarme encima de su cuerpo. Agarrar su cuello entre mis brazos. Demasiada violencia. Mis ojos cerrándose. Desmayándose. En sus brazos. Chill out en la discoteca. Nuestros cuerpos alejándose. Una banca perdida en la soledad nocturna. Demasiado alcohol. Mis manos temblando. Sus labios besándome el cabello. Caricias profundas. Sin compromisos. Aparentemente. Mi cabeza negando cualquier síntoma de preocupación. Mr. Klimt abrazándome. Escuchando el latido de su corazón en mi pecho. Acercándose. Besándome aún más el cabello. Y las manos. ¡Estando tan cerca! La respiración de Mr. Klimt rozándome las mejillas. El cuerpo que no responde. Se desvanece. Corazón en vilo.


Una llamada telefónica para avisar que no se regresará esta noche. Death Cab for cutie para estimular el sueño. Nada de entregas parciales. Todo a su tiempo. “Quisiera conocerlo más”. Besando sus labios mientras duerme. “Todo es triste ahora”. La madrugada consumiéndose. Consumiéndome. Mr. Klimt a mi lado. Sobre su cama. ¿O sobre la mía? Sin recuerdos esta vez. Sin la sensación de que todo se perderá en algún momento. Encerrada en la piel de sus brazos. Conmoviéndome. Corazón en vilo.

sábado, 27 de marzo de 2010

It’s the time of the season for loving 1.


Por Marla Donaldo.

“Una historia de amor…”. Así catalogó Thomas Vinterberg a su última producción cinematográfica, cuyo guionista resulta ser nada más y nada menos que Lars Von Trier, considerado el mejor director de cine danés en la actualidad. Ambos se lanzan a la aventura de revivir el manifiesto Dogma 95 en Dear Wendy, una peculiar historia de amor que asume la particularidad de centrarse en la relación de un muchacho –outsider social- y su arma –Wendy.
Ambos realizadores han fusionado en el cine la experimentación audiovisual –desde el propio manifiesto, y en otras soluciones más arriesgadas como Dogville y Manderlay de Lars- y la crítica social, subvirtiendo valores morales desde la ironía de sus propios basamentos. Si recordamos, en 1998 Vinterberg presentó Festen, donde ejercía una fuerte crítica a la sociedad burguesa clásica; y Lars, en los filmes citados de su trilogía América: Tierra de Oportunidades, explicitaba un criticismo agudo y satírico abordando el tema de la democracia, pilar fundamental de la moral y la política norteamericana. Pero en esta ocasión, la crítica se dirigirá hacia la explosión de la violencia como característica de las sociedades actuales -en sus diversas vertientes: invasiones bélicas, guerras civiles, adolescentes homi-suicidas…
El argumento de Dear Wendy se basa en la historia de un sujeto automarginado de la sociedad donde vive. La acción se desarrolla en Estherslope, un pueblo de mineros casi desolado -que escenográficamente recuerda el Oeste americano de los westerns-, donde la dignidad social de un hombre se logra a través de su trabajo como minero. Dick, el protagonista, no acepta este principio implantado socialmente, y prefiere un empleo menos forzado, más acorde con su débil naturaleza. Al aparecer Wendy, el sentido de su vida cambia cuando se consolida una relación (metafóricamente sexual) entre ambos. La relación con ella permitirá su realización personal y la reivindicación social del perdedor que siempre había sido.
Pero a pesar de que Wendy actúe como un personaje más dentro de la historia, no es un sujeto como tal. Wendy es el nombre que Dick le da al arma que encuentra y acoge como compañera. Mas su condición de cosa no impide que su relación con él vaya más allá de la simple pertenencia objetual. El arma es entonces humanizada, confiriéndosele atributos privativos del ser humano: emociones, sentimientos, personalidad.
Progresivamente se observa que el sujeto sólo es en posesión del arma, quien se presenta como su alterego objetualizado. El arma entonces viene a consustanciar cualidades que su personalidad desea disfrutar: valentía, seguridad, estabilidad… En este punto radica la verdadera esencia del conflicto. Su conversión -del margen social al protagonismo como cowboy posmoderno- connota una ideología surgida de una visión aparentemente perturbada de lo bélico, pero que en realidad resulta una crítica ante la naturaleza misma de lo bélico, sus orígenes, causas y manifestaciones.
Implícitamente la relación de Dick y Wendy se manifiesta sexual y romántica -ya que el arma asume género femenino. Pero la posesión, en un inicio puramente objetual, se extenderá emocionalmente a una especie de eros platónico.
Alrededor de ambos aparecen los “Dandies”, concepción grupal de unidad, donde cada integrante posee rasgos especiales que lo distinguen y caracterizan. Liderados por Dick, los miembros (también sujetos autoexcluidos de la dinámica social preponderante) conformarán un equipo de “pacifistas armados”, que vivirán la aventura de saberse excluidos pero superiores, también gracias a la posesión de un arma como complemento.
Wendy, BadSteel, Lee, Grant, Lyndon y Woman2. Cada uno será miembro de los Dandies, tanto desde su coseidad material como desde su cualidad emotiva atribuida.
A pesar del peso significativo del arma como símbolo bélico, la violencia no entra dentro del manifiesto Dandi, que obliga a sus integrantes a mantenerlas lejos de su propia naturaleza criminal. “El Templo” es el único lugar donde pueden utilizarse, en un estado casi virginal de inocencia. En este sitio tendrán lugar las reuniones, el aprendizaje teórico y la práctica de tiro, creándose una atmósfera de cultivación del cuerpo y el espíritu del sujeto.
En la marginalidad de la marginalidad –un perdedor en Estherslope- cada dandi erige su propia personalidad sobre el supuesto de que la posesión de un arma “te hace ser lo que realmente eres”. Construyen su universo sobre esta idea, la defienden y mueren por su causa, ya que no tiene objeto seguir siendo un perdedor.
Pero no todo será exitoso dentro de esta concepción sobre la dignidad del ser como pacifista armado. La penetración del dispositivo detonador del conflicto se encarnará en el otro racial del sujeto protagónico (fenotípicamente occidental). Sebastián, nieto de Clarabelle, la criada negra que cuidaba de Dick, encarnará el personaje antagónico. El giro dramático se situará en la posesión –metafóricamente sexual- que Sebastian hará de Wendy. El universo casi perfecto que Dick había construido alrededor de ella se derrumba por trozos. El acto de traición marcará nuevas decepciones, que perfilarán en el protagonista un rechazo, no nuevo, al intruso.
La alteración del orden provocado por aquel otro racial, y la concepción misma del sujeto portador de un arma pero pacifista -algo como “utilizo el arma con fines no bélicos”- alude explícitamente una crítica a la política armamentista de Estados Unidos, centro hegemónico del poder mundial. La aparente ingenuidad de unos niños jugando a ser cowboys en un Oeste ficticio -Estherslope es un pueblo desolado donde las fachadas de la plaza central lucen como fachadas de un western- metaforiza, y no inocentemente, la sociedad norteamericana actual: el refente del oeste, símbolo de la americanidad anglosajona, todo el explote de violencia que ha surgido en el seno de esta sociedad en los últimos años, la xenofobia producto de una campaña de satanización de otro cultural (afgano, iraquí…), etc.
“Sin dudas se trata de una historia de amor. Pero no del amor de un hombre hacia una mujer, sino del hombre hacia las armas…”3.
Wendy metaforiza de esta manera un híbrido entre el belicismo crudo -las últimas secuencias del filme no pudieron ser más violentas- y el amor idealista de la tradición occidental -que simbólicamente se manifiesta en la carta, en la rosa, en la música romántica, los celos de Dick…
El narratage proporciona cierta emoción romántica al ofrecer una perspectiva subjetivista de los hechos. La voz que acompaña la narración proviene de los pensamientos del protagonista al redactar la carta de despedida para su amada. La narración entonces no resulta lineal, sino que se traslada a diferentes momentos de la historia; pero se mantiene la progresividad dramática, lo cual no incide en el tratamiento del discurso.
Time of the Season4 , canción que acompaña el relato, se erige como concepto bisémico al aludir tanto a la relación de amor entre Dick y Wendy (los Zombies son reencontrados por él al iniciar su romance con el arma), como a la inversión de significado del verbo amar, que en jerga dandi significa “matar”. La bipolaridad entre ambos conceptos y su confluencia en un mismo sujeto, una misma historia y un mismo discurso, obliga a la reflexión sobre la proximidad entre uno y otro, implícita en el desarrollo psicosocial del ser. El dualismo pacifismo-violencia también manifiesta esta idea sobre la convergencia en un mismo sujeto o subgrupo social de ambas tendencias, sin llegar a existir una preferencia evidente por ninguna.
Incluso puede llegarse a una interpretación más perversa, donde esta ambivalencia entre las dos nociones implícitamente aluda a la indiferenciación que el sujeto posmoderno hace de la cuestión de lo bélico, dotándolo de propiedades asociadas a lo que es correctamente permisible. La temática del amor disfrazaría la concepción de lo bélico en la coexistencia contradictoria de ambos extremos.
El filme culmina con una excelente versión de la típica historia de amor trágica, donde la romántica muerte del protagonista metaforiza el retorno al orden de las cosas. La exaltación de la muerte a manos tanto del personaje antagónico, Sebastián, como de Wendy, la “amada”, viene a connotar ese regreso al equilibrio, pero desde una glorificación del propio sujeto perturbado. Dick muere como deseaba morir, y entiende la sentencia de lo ineludible.
1. Nombre de la canción de los Zombies que será el tema central de la película.
2. Nombres de las armas de los Dandies.
3 . Palabras del director, Thomas Vinterberg sobre “Dear Wendy”.
4 . Nombre de una canción de Zombies.

jueves, 18 de marzo de 2010

Capítulo 4. "Estela".


Ana Rosa Valdez.

Tras las cortinas cubiertas de polvo del antiguo teatro donde funcionaba la compañía, se hallaba Estela, con su traje imperial de cortesana a medio tiempo -encajes de burdel costoso, terciopelo que había desdeñado incluso de la oscuridad de la noche. Estela se acostaba habitualmente con uno de los actores. Pero aquella tarde, el sol había penetrado extensamente sobre su piel, y el actor se disculpó al verla molesta; dijo que tanto sudor era brevemente incómodo, que mejor esperaba a la función del martes. Además, debía estar temprano en casa.
Estela recurrió a su práctica acostumbrada. Se retorció entre las cortinas con polvo como si entre los pliegues fuese a descubrir algún éxtasis remoto -trémula devoción por las glorias que sucumbían. Estela me recordaba a la joven sordomuda de Babel, desnuda frente a la ciudad palpitante. Ajena a todo; paradójicamente ajena e impelida por el deseo de ser consumida, al igual que las otras actrices maduras de la compañía. Estela, a pesar de su rostro de mujer acostumbrada a los destellos de la fama, era muy joven. "Joven e inexperta", dije para mis adentros cuando la vi retorcerse entre las cortinas con polvo y remiendos.
Me acerqué sin imitar el aire despreocupado de quien esconde peligrosas intenciones. Miré sus ojos abiertos y sollozantes bajo las luces fluorescentes, y ella me miró fijamente. Conocía muy bien mis atributos, a pesar del traje masculino que me envolvía cuando no había ensayo. Tomé su mano y sentí sus dedos húmedos y pegajosos... los lamí con voraz dedicación... Su escote majestuoso se desbordaba ya bajo mis manos, cuando sentí un golpe suave y continuo entre mis piernas. Me besó apasionadamente, tristemente, buscando otra boca en mi boca, otros besos que probablemente el martes tendría. Entonces la abandoné. Me pidió de forma generosa, casi implorante, que siguiera propiciándole caricias. Esta vez su boca buscó la mía, pero era tarde.
El auto me esperaba al doblar de la esquina, mi esposo había ido a comprar los ingredientes para la receta gourmet que tanto me había prometido. Bajé los escalones del teatro con la humedad de Estela aún entre los dedos. Mi esposo me esperaba al doblar de la esquina, pero Estela corrió presurosa a encontrarnos, nos miró de forma insistente, y fervorosa. Y ambos tuvimos que ceder frente al capricho infantil de la jovencita.

viernes, 12 de marzo de 2010

Capítulo 13. "Blanco Lunar".


Ana Rosa Valdez.

Hace un poco de frío y la noche se ha puesto de gala, blanco lunar, estrellas ahogadas en la perplejidad del cielo. Marla escribe notas sueltas y su pelo golpea el viento; es tarde, quizás de madrugada, lleva puesto un abrigo gris con lunares oscuros y un pantaloncito verde incandescente. Definitivamente Marla no es glamorosa esta noche. Coge un par de sorbos de un cigarro que agoniza en su mano izquierda, abre dos o tres libros, y los deja ahí, abiertos, como esperando escuchar el prodigio de sus lecturas, pero nada, Marla sigue ahí, aspirando y exhalando humo, dibujando peces entre los escombros del humo, que casi la hace toser, aunque quizás sea el frío. Marla escribe sobre un grupo de jóvenes estudiantes de arte, a los cuales no da clases, y se siente ajena a ellos, es como si el no tenerlos sentados en las butacas implicara un alejamiento nocivo, algo con lo que no contaba al realizar sus primeras cavilaciones. Entonces se acuerda de Jeannie, la inmoral y seductora, pero es un pensamiento que sólo se permite un par de segundos, y luego continúa escarbando en su cabeza alguna idea confusa, la desenreda, o al menos eso intenta, y escribe con algo de incertidumbre. Ya es muy tarde cuando decide acostarse en la cama, son como las tres o las cuatro, no sabe bien, pero reconoce el cansancio en sus ojos, y maldice el horario matutino de sus clases... Es imposible dormir, hay tantas ideas que rondan sobre su frente, son insectos que carcomen su sueño, pájaros que se ocultan en el día para incomodar el nocturno descanso. Marla vuelve a pensar en Jeannie, pero esta vez se deja seducir, una vez más, por un par de recuerdos y la melancolía. Marla no ha escrito bien esta noche, pero no ha parado de teclear en su paleolítico computador una verdad que parece dolerle, una verdad que trasciende incluso las ediciones que ha publicado sobre el arte y sus aventuras. Marla sabe bien, Jeannie es una puerta que se ahoga, que se abre y que no es nada, o quizás es un fragmento de vacío, sí, un fragmento de nada, como un aliento áspero que reseca los labios, Jeannie es eso, una nada que persiste, y que atenta con volver a atormentarla al menos durante un par de semanas más, antes de que pueda terminar su ensayo sobre las prácticas artísticas de esos chicos.

jueves, 11 de febrero de 2010

Capítulo 10.- Jeannie was a friend of mine.


Ana Valdez Hermida

Hace algunos meses que he dejado de frecuentar el Rytazz. La causa no la puedo descifrar muy bien entre tanta ruina y desolación causada por Jeannie. Ella se ha alejado, y no hay tiempo para otro café. Ni para oír el Hot Fuss sobre sus piernas, o sobre su vientre ligeramente abultado. Pero Jeannie todavía visita de vez en cuando mi perfil en facebook, y hace comentarios mordaces sobre las fotos con que ilustro mis breves días. Lo último que dijo fue algo como: “Patetismos a flor de piel, a Marla el prozac no le funciona...!”. Luego de eso supe que nada tendría remedio.

Conocí a Jeannie dos veces. Y ambos momentos fueron quizás determinantes para nuestra aventura, porque mientras que yo la conocía primero en La Habana y luego en Syderia, ella siempre guardaba mi recuerdo desde el primer acercamiento. Pero esto lo noté luego, cuando Jeannie se había alejado de mí para siempre. En La Habana, Jeannie era solo un fantasma de Syderia entre las sombras de una noche festiva. Pero en Syderia, se convirtió en la diosa más incólume del jardín de mis delicias.

(Jeannie portaba el aro del fuego amaestrado por el hombre. Jeannie era pura provocación, puro fastidio para mi séquito de varones bien dotados. Jeannie nos perturbaba a todos, ¿o quizás era el rezago del polvo en la luna invernal?)

La recuerdo cubierta de pétalos de sangre... o era vino? En mi sueño, Jeannie se autoflagelaba con ramas de hojalata, mientras leía la Vogue del mes y esperaba a que se le seque el esmalte de las uñas. Luego me hacía lamer sus pezones duros, y estiraba sus brazos hacia mi pelvis. Cuando supe que le gustaba escuchar mis historias, una a una se fueron cumpliendo. Casi cinematográficamente.

Jeannie creía mucho en los astros, y en las vidas pasadas. Su idea al respecto era que antes de ser Jeannie Lyon había sido un soldado desertor en la primera guerra mundial.

La distancia comenzó cuando viajé fuera de Sideria. Aunque en realidad pudo haber sido una semana después de fin de año, pero no recuerdo bien las causas. Lo que sí es cierto, y con ello no me justifico ante el destino, es que nunca debí permitirle el acceso. Porque ahora, después de tantas despedidas, la suerte no me acompaña, y estoy metida hasta el pecho en un caos sin igual.

Jeannie era mi amiga. Pero no lo es más. Para quien quiera saber un poco de ella, o de las cosas que hacía, dejo estos comentarios, escritos bajo la luz intensa de un astro que vomita...

Jeannie prefería que le llamásemos Timothy Buster, especialmente delante de desconocidos.
Jeannie fumaba, pero el humo nunca afectaba su voz, o su olor a Lolita Lempicka.
Jeannie asistía con regularidad a cierto club nocturno donde las meseras aún portaban cajones para repartir cigarrillos, mostrando sus enormes pechos a los clientes miopes.
Jeannie estudiaba diseño, pero también matemáticas, astrología, violín, jardinería y “un poco” de antropología social.
Jeannie prefería a Bjork y no a Enya, aunque sólo había podido escuchar el Homogenic.
Jeannie le dejaba mensajes al portero de la escuela en una bolsita llena de popurrí de flores. (El portero no sabía qué hacer... porque tenía esposa y una hija bellísima llamada Teresa). (Había quien pensaba que era Teresa el verdadero objetivo de Jeannie, pero nadie pudo comprobarlo).
Jeannie había sido novia de Christian, pero cuando se descubrió su abierta bisexualidad, Christian la acusó de libertina en un foro sobre Nicole Kidman.
Jeannie amaba a Christian, y por eso lamentó largamente el descubrimiento; pero eso ya era tema de otro foro.
Jeannie visitó el Museo de Bellas Artes, y no quiso salir de ahí hasta que aborreció la obra de Miró y Magritte, para siempre...
Jeannie fue quien creó el blog de la ciudad de Syderia, a pesar de que yo había creado un blog sobre las aventuras de sus habitantes.
Jeannie pensó que llevándose a la cama a toda la escuela iba a tener amigos. Y realmente lo había conseguido.
El carácter de Jeannie era como un aerodirigible. Específicamente como el aerodirigible que aparece en uno de los creamasters de Matthew Barney.
Jeannie le ocultaba a todos que de noche, a escondidas, solía disfrazarse de puta flamante. Su traje preferido consistía en un top de brillos azulosos, una lycra con hoyos y una peluca a lo Cabaret. Se miraba al espejo y se tomaba fotos. Hay quien rumora que existe en el vasto universo de la red un blog donde están colgadas esas fotos. Y hay quien pagaría mucho dinero por esa dirección. (Lamentablemente podría ser mi caso).
Jeannie fue la primera que me recibió bien en la escuela. Me abrazó por un minuto y dijo que quería tener sexo conmigo, aún antes de preguntar mi nombre.
Jeannie compraba la Vogue todos los meses, al mismo tiempo que no sabía decidirse por OB o Tampax.
Jeannie trabajaba en una revista de diseño, y daba clases en la Escuela de Bellas Artes. Pero también recibía dinero de Christian (Lo que nunca se ha sabido es la causa de esto).
Jeannie lustraba sus zapatos de charol con saliva.
Jeannie escribió un poema para mí. Pero nunca dejó que lo leyera.
Jeannie siempre me seducía en horas de la mañana, cuando la libido suele incomodarme sin reparos.
Jeannie cocinaba porque a mí me gustaba doblarle la ropa, y porque el olor en la cocina le excitaba enormemente.
La gata de Jeannie nos miraba mientras estábamos en la cama, y era muy excitante hasta que se interponía entre nuestros cuerpos.
Jeannie era fanática a besarme bajo la lluvia.
Jeannie erá fanática a Jil Sanders.

Para Jeannie preferiría un accidente automovilístico en la carretera que bordea los barrios bajos de Syderia. O 90 grados de alcohol en un café con amaretto.

Jeannie. Jeannie... No, no más. El vocalista de The Killers canta… aquel tema que me recuerda a Jeannie. No, no más. No más Jenny was a friend of mine.
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