domingo, 13 de mayo de 2012

PIER PAOLO PASOLINI: "EL PODER SIN ROSTRO". EL VERDADERO FASCISMO Y POR LO TANTO EL VERDADERO ANTIFASCISMO




¿Qué es la cultura de una nación? Corrientemente se cree, incluso por parte de personas cultas, que es la cultura de los científicos, de los políticos, de los profesores, de los literatos, de los cineastas, etc.; es decir, que es la cultura de la intelectualidad. Pero no es así. Ni tampoco es la cultura de la clase dominante que precisamente a través de la lucha de clases intenta imponerla al menos formalmente. Finalmente, tampoco es la cultura popular de obreros y campesinos. La cultura de una nación es el conjunto de todas estas culturas de clases: es el total de todas ellas. Y sería abstracta si no fuera reconocible -o, mejor dicho, visible- en lo vivido y en lo existencial, y si consecuentemente no tuviera una dimensión práctica. Durante muchos siglos, en Italia, estas culturas se han distinguido aunque históricamente hayan estado unificadas. Hoy -casi de repente, en una especie de Advenimiento- la distinción y la unificación históricas le han cedido el puesto a una homologación que realiza casi milagrosamente el sueño interclasista del viejo Poder. ¿A qué es debida tal homologación? Evidentemente a un nuevo Poder.  
 Escribo « Poder» con P mayúscula -algo que Maurizio Ferrara acusa de irracionalidad, en la Unità (12-6-1974)- , sólo porque no sé en qué consiste este nuevo Poder y quién lo representa. Tan sólo sé que existe. Ya no lo reconozco en el Vaticano, ni en los Poderes democristianos, ni en las Fuerzas Armadas. Tampoco lo reconozco ya en la gran industria, porque ya no está constituida por un cierto número limitado de grandes industriales: a mí, al menos, me parece más bien como un todo (industrialización total), y, además, como un todo no italiano(transnacional).  
También conozco -porque las veo y las vivo- algunas características de este nuevo Poder que aún no tiene rostro; por ejemplo, su rechazo de las viejas tendencias reaccionarias y del viejo clericalismo, su decisión de abandonar a la Iglesia, su determinación (coronada por el éxito) de transformar a los campesinos y a los subproletarios en pequeños burgueses, y sobre todo su anhelo, que parece cósmico, de llevar a cabo hasta el final el «desarrollo»: producir y consumir. 
La identikit de este rostro aún en blanco de este nuevo Poder le atribuye vagamente rasgos «modernos», debidos a la tolerancia y a una ideología hedonista perfectamente autosuficiente: aunque también tiene rasgos feroces y sustancialmente represivos: la tolerancia en realidad es falsa porque la verdad es que nunca ningún hombre ha tenido que ser tan normal y conformista como el consumidor; y en cuanto al hedonismo, éste encubre evidentemente una decisión de preordenarlo todo con una crueldad jamás conocida por la historia. De modo que este nuevo Poder aún no representado por nadie y debido a un «cambio» de la clase dominante, es en realidad -si queremos conservar la vieja terminología- una forma «total» de fascismo. Pero este Poder también ha «homologado» culturalmente a toda Italia: se trata, pues, de una homologación represiva, aunque se haya obtenido a través de la imposición del hedonismo y de la joie de vivre. La estrategia de la tensión es una señal, aunque anacrónica, de todo esto. 
 Maurizio Ferrara, en el artículo mencionado (así como también Ferrarotti, en Paese Sera, 14-6-1974) me acusa de estetismo. Y con esto tiende a excluirme, a encerrarme. Bien, mi visión puede ser la de un «artista», o, como pretende la burguesía, la de un loco. Pero, por ejemplo, el hecho de que dos representantes del viejo Poder (que ahora en realidad sirven, aunque interlocutoriamente, al nuevo Poder) se hayan atacado respectivamente a propósito de las financiaciones a los partidos y del caso Montesi, también puede ser una buena razón para hacer enloquecer: es decir, desacreditar tanto a una clase dirigente y a una sociedad, a los ojos de un hombre, como para hacerle perder el sentido de lo oportuno y de los límites, lanzándolo a un auténtico estado de sensación de falta de leyes o de organización social. Y hay que añadir que se tiene que tomar en consideración la visión de los locos: a no ser que se quiera ser muy avanzado en todo menos en el problema de los locos, limitándose cómodamente a sacárselos de encima alejándolos.  




Hay algunos locos que se fijan en los rostros de la gente y en su comportamiento. Aunque no como epígonos del positivismo lombrosiano (como toscamente insinúa Ferrara), sino porque conocen la semiología. Saben que la cultura produce códigos, que los códigos producen el comportamiento, que el comportamiento es un lenguaje y que en un momento histórico en que el lenguaje verbal es del todo convencional y esterilizado (tecnificado), el lenguaje del comportamiento (físico y mímico) adquiere una importancia decisiva.  
 Volviendo al principio de nuestra argumentación, me parece que hay buenas razones para sostener que la cultura de una nación (Italia por ejemplo) se expresa hoy sobre todo a través del lenguaje del comportamiento, o lenguaje físico, más un cierto porcentaje completamente convencional y tremendamente pobre- de lenguaje verbal.  
 Es a dicho nivel de comunicación lingüística que se manifiestan: a) el cambio antropológico de los italianos; b) su completa homologación a un modelo único.  O sea, decidir dejarse crecer el pelo hasta los hombros, o cortarse el pelo y dejarse crecer bigote (al estilo novecentista); decidir ponerse una cinta en la cabeza o un gorro hasta los ojos; decidir si soñar con un Ferrari o con un Porsche; seguir atentamente los programas televisivos; conocer los títulos de algunos best-sellers; vestirse con pantalones y camisetas rabiosamente de moda; tener relaciones obsesivas con chicas que se quiere tener al lado como adorno pero pretendiendo a la vez que sean «libres», etc., etc., etc.: todos éstos son actos culturales
Ahora, todos los italianos jóvenes cumplen estos mismos actos, tienen este mismo lenguaje físico, son intercambiables; es algo tan viejo como el mundo, si se limita a una clase social, a una categoría; pero el hecho es que estos actos culturales y este lenguaje somático son interclasistas. En una plaza llena de jóvenes, nadie podrá distinguir, por su cuerpo, a un obrero de un estudiante, a un fascista de un antifascista; lo que aún era factible en 1968.  Los problemas de un intelectual perteneciente a la intelligencija son distintos de los de un partido y de un hombre político, aunque a lo mejor la ideología sea la misma. Quisiera que mis actuales contradictores de izquierda comprendieran que estoy en condiciones de darme cuenta de que, en el caso de que el desarrollo sufriera un paro y se volviera atrás, si los partidos de izquierda no apoyaran al Poder vigente, Italia se desmembraría sencillamente; si por el contrario prosiguiera el desarrollo tal como ha comenzado, el llamado “compromiso histórico” sería indudablemente realista por ser la única forma de intentar corregir dicho desarrollo, en el sentido indicado por Berlinguer en su informe al CC del Partido Comunista (ver L’Unità, 4-6-1974). De todos modos, así como a Maurizio Ferrara no le competen los rostros, a mí no me compete esta maniobra de práctica política. Como máximo, tengo el deber de ejercer quijotescamente y quizá extremísticamente mi crítica sobre la misma. ¿Cuáles son, pues, los problemas?  
Aquí tenemos uno, por ejemplo. Decía en el artículo que ha suscitado esta polémica (Corriere della sera, 10-6-1974) que los responsables reales de las tragedias de Milán y de Brescia son el gobierno y la policía italiana: porque si el gobierno y la policía hubieran querido, no habrían sucedido esas tragedias. Está claro. Y ahora quizá se burlarán de mí si digo que también nosotros los progresistas, los antifascistas, los hombres de izquierdas, somos responsables de esas tragedias. Porque no hemos hecho nada en todos estos años: 1) para que hablar de «tragedia de Estado» no fuera algo normal, y para que todo acabara; 2) (y lo más grave) no hemos hecho nada para que no haya fascistas. Sólo, los hemos condenado aligerando nuestra conciencia con nuestra indignación; y cuánto más fuerte y petulante era la indignación más tranquila quedaba nuestra conciencia.  
En realidad nos hemos comportado con los fascistas (y hablo sobre todo de los jóvenes) en modo racista, es como si rápida y despiadadamente hubiéramos querido creer que estuvieran racialmente predestinados a ser fascistas, y que ante tal decisión de su destino no hubiera nada que hacer. Y no lo ocultemos: todos sabíamos, dentro de nuestra conciencia, que cuando uno de aquellos jóvenes decidía volverse fascista, se trataba de algo puramente casual, no se trataba más que de un gesto irracional y sin motivo: quizá hubiera bastado una sola palabra para que aquello no hubiera ocurrido. Pero ninguno de nosotros nunca ha hablado con ellos ni se les ha dirigido. Inmediatamente los hemos aceptado como representantes inevitables del mal. Y a veces se trataba de muchachos y muchachas adolescentes de dieciocho años, que no sabían nada de nada, y que se habían lanzado a la horrible aventura simplemente por desesperación.  



Pero no podíamos distinguirlos de los otros (no digo de los Otros extremistas, sino de todos los otros). Ésta es nuestra pavorosa justificación.  
El padre Zosima (¡y se trata de literatura!) en seguida supo distinguir, entre todos los que estaban hacinados en su celda, a Dmitrj Karamazov, el parricida. Y levantándose de su asiento fue a postrarse ante él. Y lo hizo (como le diría después al más joven de los Karamazov) porque Dmitrj estaba destinado a hacer la cosa más horrible y a soportar el más inhumano de los dolores.  Piensen (si se sienten con fuerzas) en el muchacho o en los muchachos que fueron a poner las bombas en la plaza de Brescia. ¿No es como para levantarse e irse a postrar ante ellos? Seguramente eran jóvenes de pelo largo, o con bigotito al estilo de principios de siglo, llevaban cintas en la cabeza o gorros calados hasta los ojos, eran pálidos y presuntuosos, su problema era el de vestirse a la moda, todos igual, tener un Porsche o un Ferrari, o motos y conducirlas como pequeños arcángeles idiotas llevando detrás chicas decorativas y modernas, de esas que están a favor del divorcio, de la liberación de la mujer y del desarrollo en general... Eran jóvenes como todos los demás: nada los distinguía en ningún modo. Aunque hubiéramos querido, no habríamos podido ir a postrarnos ante ellos. El viejo fascismo, aunque fuera a través de la degeneración retórica, distinguía; el nuevo fascismo -que es toda otra cosa- ya no distingue: no es humanísticamente retórico, es americanamente pragmático. Su fin es la reorganización y la homologación brutalmente totalitaria del mundo. 


Tomado del  "Corriere della sera" bajo el título “El Poder sin rostro". 1974.


 Imagenes del filme de Tinto Brass "Salon Kitty". 
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