jueves, 10 de marzo de 2011

SAMUEL FEIJOO: Torneo en Sabana Miguel.


Este cuento ha corrido mucho de la zona de Sabana Miguel para adentro, y más allá, hasta las lomas de Candela, llegando a la cordillera del Escambray. Aún se discute si Buey Viejo no era tan valiente como se decía, o si Ceferino, el de Ciego Alonso, tenía el corazón tan noble... O si había algo más, que nunca se mencionó. Algún escucha entendido se ha aventurado a decir que este cuento tiene un desenlace azucarado y que “en un final, na”. Por otra parte, una campesina, ya anciana, que oyera mucha novela romántica por su radio de pilas, dice que lo que pasó en Sabana Miguel, sea con final de merengue o no, es la realidad, que eso pasó y que lo que pasó hacía llorar a cualquiera que de veras fuera gente.

En fin, este es el cuento y el lector juzgará.

El joven montero Ceferino Suárez se había enamorado bravo de Luisa Jacomino, cierta noche, en un baile que gozara en Guaos. Allí la vio rechazar muy firme al bruto Buey Viejo, que pretendió besarla de improviso, en el mismo medio del sabroso montuno, llamado El Jorobado”, que se estaba bailando a toda mecha.

Buey Viejo la amenazó a viva voz, y Ceferino, que seguía el feo asunto, intervino, y de un empujón liberó a Luisa de su torpe galán. El airado Buey sacó entonces un largo cuchillo y con ello se paralizó el baile. De ahí no pasó. Buey Viejo fue expulsado del salón como bronquero irremediable.

Ceferino bailó el resto de la noche con Luisa. Se enamoró de su voz alegre, de su rostro y de lo bien que le cogía el golpe al montuno.

Cuando, terminado el baile, el feliz Ceferino fue en busca de su caballo, amarrado a una mata de ateje, Buey Viejo, que lo estaba esperando, lo acometió con un machete entre la grita de las gallinas. Ceferino fue sorprendido por completo.

Acudió la gente, la víctima sangraba de un tajo en un brazo. En un viejo Ford lo llevaron a curar a Cumanayagua. Buey Viejo escapó en el angustioso barullo.

Ceferino era fuerte y sanó. Luisa lo había visitado, interesada en su salud. Gran jinete, Ceferino iba a verla, seis leguas campo adentro, los jueves y los domingos. Ennoviaron y ya hablaban de bodas. A Buey Viejo no lo nombraban nunca.

Ceferino contaba con dinero para el casorio, pero no tenía un centavo para el viaje de luna de miel. Ambos querían conocer La Habana, la gran ciudad, con sus bellezas y diversiones. Luisa so­ñaba con el viaje, ya desde niña. Pero no había podido salir de los contornos porque sus padres eran simples aparceros.

Un anochecer, mientras conversaban sobre sus proyectos, les llegó una noticia halagüeña. En Sabana Miguel se celebraría un torneo de cintas con cien pesos de premio para el jinete vencedor.

Ceferino se contentó largo; en toda aquella zona no había un jinete como él: irían a La Habana. Luisa compartió su seguridad.

La futura suegra le dijo en tono cariñoso:

—¿Ves? Ya todo se arregla...

En el medio tiempo, Buey Viejo, despechado, se raptó a una jo­ven deCamajuaní, y ya tenía una niña de meses.

Buey Viejo supo lo del torneo y decidió competir: él también necesitaba de aquel dinero. La niña estaba enferma y ningún curandero de la zona le había hallado remedio. Debía llevarla a una clínica de Placetas e internarla, pero no tenía un centavo, y la niña languidecía. Necesitaba fuertemente los cien pesos.

El día de las carreras, Buey Viejo divisó a Ceferino entre los competidores y se estremeció. Tenía ante él al único rival po­sible. Se estremeció hondo. Ceferino era el mejor jinete, se lo sabía bien.

Se lo pensó un poco. Se le fue acercando.

Ceferino lo vio venir y puso la mano derecha sobre la piña de su machete.

Buey Viejo vio el gesto.

Se le acercó más. Ya frente a frente le dijo:

—Vamos a la mitad...

Ceferino callaba.

—Si gano te doy la mitad, si ganas me das la mitad...

Ceferino le dijo:

—No. Necesito ese dinero. Tú tienes una colonita que te da plata. Yo no tengo más que las patas de mi caballo.

Buey Viejo le respondió:

—Na, no tengo na. El dueño me botó con un contrato falso. Vino la guardia rural y ahora vivo en un callejón, bota’o... Nece­sito ese dinero. Tengo la niña enferma.

Ceferino, terco, le repuso:

—No va. El trato no va. Necesito el dinero para mi viaje de luna de miel. Eso es una vez en la vida... Los niños siempre están enfermos...

Buey Viejo se retiró, la mirada cargada de odio. Y el torneo se celebró entre grande meneo y nerviosa gritería y emociones en desborde. Ceferino cobró los cien pesos.

Cuando el triunfador jinete regresaba a su casa en Ciego Alon­so, a medio galope, feliz como nunca, no podía imaginar que Buey Viejo lo esperaba escondido tras una ceiba en una curva de un callejón arbolado.

Fue fácil. De un garrotazo cayó Ceferino al suelo mientras su caballo escapaba. La sangre le cubrió el rostro prontamente. Buey Viejo buscó en sus bolsillos, en el pantalón y en la guaya­bera. No encontró el dinero.

Ceferino despertó al sentir su cabeza sacudida.
Oyó la pregunta de Buey Viejo:
—¿Dónde están los cien pesos?
Lo escuchaba con dificultad.
—¿Dónde están los cien pesos, desgracia’o?
Lo mira. No puede hablar.
Buey Viejo observó su mirada y le dijo:
—Si no me dices dónde están te mato aquí mismo...

Ceferino quería hablar. No podía. La sangre llenaba su boca, salía de sus oídos.

Buey Viejo levantó el garrote.

—Dímelo o te mato.

Ceferino vio la muerte en los ojos de Buey Viejo. Pensó en Luisa, en sus bodas. Hizo un esfuerzo por hablar, entreabrió los labios. Escupió un coágulo de sangre y murmuró ronco:

—Buey...

Buey Viejo puso una oreja cerca de la boca.

—No tengo... el dinero... arriba...

Buey Viejo lo miró con ojo violento.

—Buey... el dinero... se lo llevó mi novia... a tu mujer... pa’ que... se fuera... Buey Viejo casi metió su oreja en la boca de Ceferino. ...con la niña... pa’ la Bana...

La noche había cerrado. Tan espesas eran sus sombras que tres jinetes que bajaban de Caonao para Ciego Alonso no distin­guieron, en la misma orilla del estrecho camino, el tensado cuer­po de Buey Viejo que avanzaba con un hombre en sus espaldas. Así termina el cuento, que ha corrido leguas por los campos aledaños a Sabana Miguel. Si el oidor entendido que calificó de “final de merengue” este episodio tenía razón, o si, por el con­trario, la vieja escuchona de novelas acertaba al afirmar que era “una realidad que pasó y que seguirá pasando mientras haya gente de verdad en el mundo”, ello lo decidirá el avisado lector, al que damos por experto en estos pedregosos menesteres.

domingo, 6 de marzo de 2011

EL KARMA DE VIVIR AL SUR.


Magdiel Aspillaga.

La gente que vive entre nosotros debieron de nacer en fechas que los hacen coincidir en nuestro tiempo, pueden parecerse físicamente a personas de siglos pasados pero no, nacieron de seguro en 1951, 1958, 1933, 1970, 1971, en el 89 y en el 47, por lo tanto se visten, comen, corren, saludan, conversan y duermen como lo hace la gente en el 2011, aunque por debajo se note que son los mismos acompañantes desde hace siglos. En esto fue lo primero que pensamos en distancia y muy de cerca, frente a un lago enorme como en aquella secuencia de “Strangers than paradise” de Jim Jarmush, no había lago, solo nieve y fondo blanco mientras los cuerpos eran recortados contra el ausente paisaje, pero queríamos ver el lago en este paraíso, este paraíso mutuo. Estoy preparando la lista de las 100 películas que mas me gustan, puse una de Jenna Jameson, y también “El camino de Apu” porque a mami le encanta. Ayer vi una película de unas sombras oscuras que se apoderan de los que están vivos y así llegan a exterminar a toda la raza humana, me asomé por el pedazo de puerta que da al mundo, los arboles del patio vecino parecían dos de esas figuras esperando por mi, entré rápido, cerré el otro pedazo de puerta que da al otro mundo y me acosté como si fuera a dormir pero no dormía, pensaba, volvía a recordar. Tengo ganas de estar viendo "La balada del soldado" o "Limonada Joe" y salir al portal de mi casa en Cuba (donde siempre había frío) y mirar bien lejos lo mas lejos posible que mi vista pueda alcanzar, entonces a mi como una mala caricatura de algo, me atraviesa una flecha el corazón y me duele y me hace sangrar y toco esa parte de la flecha que suele quedar fuera del pecho cuando te lo atraviesan y pienso -esto es como la película de Medem- es exactamente igual en circunstancias diferentes, antes todo era mas sencillo, y aunque no nos reconozcamos, aunque no sepamos porque nos dejamos atravesar de flechas objetos punzantes y otras armas mortales seguimos tratando de divisar la belleza del paisaje, de este paisaje ahora nevado y sobre blanco, no importa si cae la noche rápido, o nuevamente el día se arrepiente de dar luz y silencio sobre este pedazo de ciudad que parece se lo quiere comer el mar y el continente. Estoy tratando de mezclar varias cosas en este texto y a la misma vez de decir algo, no se que, sobretodo compartir ideas, como si el ejercicio de compartir no fuera totalmente anacrónico.
Días atrás fui al show “Archetype Vizcaya” de Ernesto Oroza en el museo Vizcaya. Me maravillaron los exteriores mucho mas que el interior del lugar y sobretodo la intervención activa, lúcida, invasiva, genial del artista. La obra de Oroza en el espacio del Museo Vizcaya es casi un palimpsesto contemporáneo, una manera a lo “ahora” de entrar en este espacio, de ver y sentir la historia, el tiempo, el espacio y la física a través de la intervención plástica. La historia no es algo científico para Oroza sino algo vivo, triste e irremediablemente obligatorio. Llegaba algo de frío exactamente en el momento en que caminaba frente a un extraño galeón de piedra ubicado frente a la bahía como pretensión del antiguo propietario del lugar de querer rememorar aquellos ideales románticos de cruzar el Atlántico en busca de una utopía, por entonces posible.

(Archetype Vizcaya. Foto E. Oroza)

El Museo Vizcaya me recuerda el palacio de la bestia en “La bella y la bestia” de Cocteau. La clave del show la da el mapa del museo que Oroza ha elaborado, es la guía para andar por el museo, lo que ahora Oroza lo reedita desde la historia de los objetos y materiales que pueblan el local. Oroza habla, como lo ha hecho en toda su obra, de la libertad creativa a todos lo niveles, la provisionalidad que nos mostraba en sus piezas de Cuba o sus investigaciones del barrio haitiano ahora cobran otra dimensión al introducirse en este palacio veneciano o de no se donde, caído desde una nave cósmica en medio de un antiguo pantano, con estatuas verdaderas y falsas, con jardines laberínticos y habitaciones que se comunican en vasos húmedos por todo el recinto. Arquitectura, provisionalidad, olor a monte, salitre, flor y mueble antiguo todo mezclado sin y con San Berenito continuamente mezclado...
“Entrando al vacío”...así se titula la película del director francés Gaspar Noé (“Enter the void”), hace ya varias semanas que la ví y no me había sentado a escribir nada, una película demasiado buena,. demasiado intensa, violenta, humana, bella, un filme sobre el amor, con ese cuestionamiento permanente de cual es el motivo real de estar vivos, que tanto valen los vivos y que tanto siguen valiendo los que ya han muerto, la subjetividad de la cámara y del propio relato es algo que nunca había visto en cine, una aproximación antropológica y a la misma vez cinematográfica extremadamente consciente, una obra de arte, una película de pensamiento y realizada por un pensador, Gaspar Noé demostró originalidad con su famosa “Irreversible”, ahora con “Enter the void” nos hace descender o ascender a un estado indescriptible, quizás a la muerte (desde el punto de vista omnipresente de la historia) pero también puede ser un viaje a esa otra parte que pertenece a los sueños, los recuerdos,la memoria, con todo lo nemotécnico que arrastramos desde el vientre materno junto a aquellas primeras imágenes que la plata celuloide de nuestro cerebro no alcanzo a impregnar.


Con “Enter the void” el espectador se introduce en una subjetividad inusual, si en “Chinatown” de Roman Polanski la visión del protagonico permanece en todas las secuencias, en “Enter...” sucede lo mismo mucho mas pronunciado. Polanski gusta de usar planos donde los personajes dan la espalda a cámara y la nuca del objetivo es cercana a la cámara, en “Enter...” sucede esto todo el tiempo, el protagonico está de espaldas a cámara y de frente al drama que vive narrado en pasado, presente y futuro. La película es un viaje psicodélico ambientado en el Tokyo actual, sus paisajes están poblados de neones, luces artificiales, oscuridad, junkies, strippers, prostitutas, vendedores de drogas, ambientes sórdidos, los personajes del cine de Noé en general son como ángeles caídos en el mundo que les ha tocado: brutal, despiadado, absurdo y severo, personajes que solamente ansían ser felices. Es una película pesimista y aquí viene otra cercanía con “Chinatown” donde al final Jack Nicholson asume definitivamente su posición de observador y el no poder luchar contra la fuerza de la sociedad, el stablishment, los patrones sociales; el personaje de “Entrando al vacío” comprende también que todo su “recorrido” a lo largo de la película de casi tres horas ha sido para conocer exactamente al mundo y el momento que le ha tocado vivir sin que pueda hacer nada para cambiarlo, solo observar, el ultimo plano del "Chinatown" de Polanski cuando la cámara sube haciendo una panorámica del barrio chino de Los Angeles es el equivalente a la subjetiva del bebe saliendo del útero de su madre mirando como cortan su cordón umbilical para después llorar final de la película de Noé. En ambos tiros de cámara el de Polanski y el de Noé uno siente que lo han desconectado como en una cápsula espacial a merced de una fuerza física superior, mientras suena ese texto final que tanto me gusta citar de “Chinatown” -Forget Jake, it's Chinatown- o como en el cuento de Kafka -Renuncia, renuncia-.

El título de este post es por la canción de Charly García, quería mencionarlo también, como si tratara de agrupar en este espacio las cosas que más me han motivado en estos días largos que parecen segundos. Por qué estamos de esta parte del mundo mientras hay gente que están al revés. Las personas que viven en Argentina están al revés de esta parte del mundo que esta arriba. Me dan ganas de poner a Charly García en la lista de mis cien películas preferidas aunque Charly García no sea una película, ese karma del sur puede tener algo parecido al personaje de "Entrando al vacío", con entrar al vacío...no ves que el mundo gira al revés mientras miras esos ojos de videotape...este mundo exclamará por siempre la película que ví una vez y este mundo te dirá por siempre que es mejor mirar a la pared...esa sensación de sentir que estas en todas partes y no te pueden ver y que deambulas entre la gente como el hombre invisible, entras a absurdos lanzamientos de libros sobre arte cubano, ves que tu nombre no aparece en los libros que se exhiben en los escaparates ni en el interior de otros que yacen mas profundos, recibes emails de gente que tratan y te tratan como si aun fueras el mismo que dejaron en el sur, al que vieron por ultima vez años atrás, pero ya no somos los mismos, quizás por el karma o por lo que sea, por estar muertos o jugando a que estamos vivos, por existir en silencio o muy probablemente sin luz.

martes, 1 de marzo de 2011

HENRY MILLER: LA MUERTE CREADORA.



"No quiero que el Destino o la Providencia me traten bien. Soy esencialmente un luchador." Lawrence escribió esto hacia el final de su vida, pero decía ya al comienzo de su carrera: "Tenemos que odiar a nuestros predecesores inmediatos para liberarnos de su autoridad".

Los hombres a quienes debía todo, los grandes espíritus de quienes se alimentaba y nutría, a quienes tuvo que rechazar para afirmar su propia fuerza, su propia visión ¿acaso no eran como él hombres que iban a la fuente? ¿No los animaba a todos ellos la idea que Lawrence proclamó una y otra vez: que el sol no envejecería nunca, ni la tierra se tornaría jamás estéril? ¿Acaso no eran, todos ellos, en su búsqueda de Dios, de esa "guía que falta dentro de los hombres", víctimas del Espíritu Santo?
¿Quiénes fueron sus predecesores? ¿Con quiénes reconoció estar en deuda, reiteradamente, antes de ridiculizarlos y desenmascararlos? Con Jesús, desde luego, y con Nietzsche, y Whitman, y Dostoiewsky. Con todos los poetas de la vida, los místicos, que al censurar la civilización fueron quienes más aportaron al engaño de la civilización.
Dostoiewsky tuvo una tremenda influencia sobre Lawrence. De todos sus antecesores, incluido Jesús, el que le resultó más difícil de quitarse de encima, de superar, de "trascender", fue Dostoiewsky. Lawrence siempre había considerado al sol como origen de la vida, y a la luna como símbolo del no-ser. La Vida y la Muerte: constantemente tuvo ante sí estos dos polos, como un marinero. "Quien más se acerque al sol", decía, "será conductor, aristócrata de aristócratas. O quien, como Dostoiewsky, más se acerque a la luna de nuestro no-ser". Los intermedios no le interesaban. "Pero el ser más poderoso", concluye, "es aquel en camino hacia la floración todavía desconocida". Veía al hombre como un fenómeno estacional, una luna creciente y menguante, una semilla brotada de la oscuridad original para volver a ella. La vida breve, transitoria, eternamente fija entre los dos polos del ser y el no-ser. Sin la guía, sin la revelación, no hay vida sino sacrificio a la existencia. Interpretaba la inmortalidad como ese deseo vano de existencia sin fin. Esta muerte viviente era para él el Purgatorio en el cual el hombre lucha incesantemente.
Por extraño que parezca hoy decirlo, la finalidad de la vida es vivir, y vivir significa estar consciente, gozosamente, ebria, serena, divinamente consciente. En ese estado de conciencia divina, se canta; en ese reino el mundo existe como poema. Sin por qué ni por lo tanto, sin dirección, sin meta, sin lucha, sin evolución. Como al chino enigmático, lo arrebata a uno el espectáculo siempre cambiante de los fenómenos pasajeros. Ése es el estado sublime a-moral, del artista, de quien vive sólo en el momento, el momento visionario de lucidez total, previsora. Una cordura tan diáfana, tan álgida, que parece locura. Mediante la fuerza y el poder de la visión del artista, se destruye ese todo sintético que se llama el mundo. El artista nos devuelve un universo vital, que canta, vivo en todas sus partes.

En cierto modo, el artista siempre obra contra el movimiento tiempo-destino. Siempre es a-histórico. Acepta el Tiempo absolutamente, como dice Whitman, en el sentido de que cualquiera sea la forma en que gire (con la cola en la boca) es un rumbo; en el sentido de que un momento, todo momento, puede ser la totalidad; para el artista no hay más que presente, el eterno aquí y ahora, el momento infinito que se ensancha y es llama y canto. Y cuando logra establecer este criterio de experiencia apasionada (que es lo que significa el "obedecer al Espíritu Santo" de Lawrence), entonces, y sólo entonces, afirma su calidad de hombre. Sólo entonces encarna su pauta de Hombre. Obediente a todo impulso, sin distinción de moral, ética, ley, costumbre, etc. Se abre a todas las influencias, todo lo nutre. Todo es jugo para él, hasta lo que no comprende; en particular lo que no comprende.
Esa realidad final que el artista llega a admitir en su madurez es ese paraíso simbólico del vientre, esa "China" que los psicólogos alojan en algún punto entre la conciencia y el inconsciente, y la unión con la naturaleza, la seguridad y la inmortalidad prenatales de las cuales ha de arrebatar su libertad. Cada vez que nace espiritualmente sueña con lo imposible, lo milagroso; sueña con poder quebrar la rueda de la vida y la muerte, evitar la lucha y el drama, el dolor y el sufrimiento de la vida. Su poema es la leyenda en la cual se refiere los misterios del nacimiento y la muerte; su realidad, su experiencia. Se entierra en su tumba de poema para lograr esa inmortalidad que se le niega como ser corporal.

La China es una proyección hacia el dominio espiritual de su condición biológica de no-ser. Ser es tener forma mortal, atributos mortales, es luchar, evolucionar. El Paraíso es, como el sueño de los budistas, un Nirvana donde ya no hay personalidad y, por lo tanto, no hay conflicto. Es la expresión del deseo del hombre de triunfar sobre la realidad, sobre la transformación. El sueño del artista que sueña lo imposible, lo milagroso, es simplemente resultado de su incapacidad de adaptarse a la realidad. Por lo tanto, crea una realidad propia -en el poema-, una realidad adecuada a él, una realidad en la cual puede vivir sus anhelos inconscientes, sus deseos, sus sueños. El poema es el sueño hecho carne, en dos sentidos: como obra de arte, y como vida, que es obra de arte. Cuando el hombre llega a ser plenamente consciente de su fuerza, su papel, su destino, es artista, y desiste de su lucha contra la realidad. Se convierte en traidor de la raza humana. Engendra la guerra porque ha llegado a estar en permanente desacuerdo con el resto de la humanidad. Se sienta en el escalón del vientre de su madre con sus recuerdos de casta y sus anhelos incestuosos, y se niega a moverse. Vive cabalmente su sueño del Paraíso. Transmuta su experiencia real de la vida en ecuaciones espirituales. Desdeña el alfabeto corriente, que a lo sumo puede dar una gramática del pensamiento, y adopta el símbolo, la metáfora, el ideograma. Escribe en chino. Crea un mundo imposible valiéndose de una lengua incomprensible, un engaño que encanta y esclaviza a los hombres. No es que sea incapaz de vivir. Al contrario, su gusto por la vida es tan poderoso, tan voraz, que lo obliga a matarse una y otra vez. Muere muchas veces a fin de vivir innumerables vidas. Así se venga de la vida y adquiere su poder sobre los hombres. Crea la leyenda de sí mismo, la mentira dentro de la cual se constituye en héroe y dios, la mentira por la cual triunfa sobre la vida.

Tal vez una de las mayores dificultades de la lucha con la personalidad de un creador radica en la profunda oscuridad en que se alberga, a sabiendas o no. En el caso de un hombre como Lawrence, nos hallamos ante alguien que exaltó la oscuridad, ante un hombre que encumbró al máximo esa fuente y manifestación de toda vida, el cuerpo. Todo esfuerzo por aclarar su doctrina implica una vuelta a los problemas eternos, fundamentales, que le hicieron frente, y una renovada lucha con ellos. Lawrence constantemente lo lleva a uno a la fuente, al centro mismo del cosmos, a través de un laberinto místico. Su obra es enteramente símbolo y metáfora. El Fénix, la Corona, el Arcoiris, la Serpiente Emplumada, todos estos símbolos están centrados en la misma idea obsesiva: la resolución de dos opuestos en forma de misterio. A pesar de la progresión de un plano conflictual a otro, de un problema vital a otro, el carácter simbólico de su obra se mantiene constante e inmutable. Es hombre de una idea: que la vida tiene una significación simbólica. Es decir, que vida y arte son uno.

En su elección del Arcoiris, por ejemplo, se manifiesta su intento de exaltar la eterna esperanza del hombre, en la cual se apoya su justificación como artista. En todos sus símbolos, el Fénix y la Corona particularmente, pues estos fueron sus símbolos primeros y más eficaces, observamos que sólo estaba dando forma concreta a su verdadera naturaleza: ser artista. Porque el artista que hay en el hombre es el símbolo imperecedero de la unión entre sus yoes conflictuales. Hay que dar un sentido a la vida por el hecho evidente de que carece de sentido. Hay que crear algo, como intermedio curativo y estimulante, entre la vida y la muerte, porque la conclusión a que apunta la vida es la muerte, y el hombre instintiva y persistentemente cierra los ojos ante ese hecho concluyente. El sentido del misterio, que se halla en el fondo de todo arte, es la amalgama de todos los terrores innominados inspirados por la realidad cruel de la muerte. Entonces hay que vencer a la muerte, o disimularla, o cambiarla. Pero en el intento de derrotar a la muerte el hombre inevitablemente se ha visto el ligado a derrotar a la vida, pues las dos están inextricablemente relacionadas. La vida marcha hacia la muerte, y negar la una significa negar la otra. El firme sentido del destino que revela todo creador se apoya en su conciencia de la meta, en esa aceptación de la meta, ese marchar hacia una fatalidad, igual a las fuerzas inescrutables que lo animan y lo empujan.

La historia toda es el testimonio del fracaso insigne del hombre en desbaratar su destino; dicho con otras palabras, el testimonio de los pocos hombres de destino que, por haber reconocido su papel simbólico, hicieron la historia. Todos los engaños y evasiones de que el hombre se ha alimentado -la civilización, en suma- son fruto del artista creador. La naturaleza creadora del hombre es la que se ha negado a dejarlo caer en esa unidad inconsciente con la vida que caracteriza al mundo animal del cual el hombre se ha zafado. Así como el hombre reconstruye las etapas de su evolución física en su vida embrionaria, así también, al ser lanzado fuera del vientre, repite, en el transcurso de su desarrollo de la niñez a la ancianidad, la evolución espiritual del hombre. En la persona del artista se recapitula toda la evolución histórica del hombre. Su obra es una gran metáfora, que revela mediante la imagen y el símbolo todo el ciclo del desarrollo cultural a través del cual ha pasado el hombre desde el ser primitivo hasta el ser civilizado infructuoso.

Cuando ahondamos en las raíces de la evolución del artista, redescubrimos en su ser las diversas encarnaciones o aspectos de héroe con que el hombre siempre se ha representado a sí mismo: rey, guerrero, santo, mago, sacerdote, etc. El proceso es largo y tortuoso. Todo él es una conquista del miedo. La interrogación por qué lleva a la interrogación adónde y cómo. La huida es el deseo más profundo. Huida de la muerte, del terror innominado. Y la forma de huir de la muerte es huir de la vida. Esto lo ha manifestado siempre el artista a través de sus creaciones. Al vivir adentrado en su arte adopta como mundo un reino intermedio dentro del cual él es todopoderoso, un mundo dominado y regido por él. Ese mundo intermedio del arte, ese mundo en el cual se mueve como héroe, sólo ha sido factible debido al más profundo sentido de frustración. Paradójicamente, surge de la falta de fuerza, de la sensación de incapacidad para oponerse al destino.

Esto, entonces, es el Arcoiris, el puente que el artista tiende sobre el abismo de la realidad. El brillo del Arcoiris, la promesa que anuncia, es el reflejo de su creencia en la vida eterna, su creencia en el nacimiento perpetuo, la juventud, la virilidad, la fuerza continuas. Todos sus fracasos son nada más que el reflejo de sus choques humanos y débiles con la realidad inexorable. El motivo es el impacto dinámico de una voluntad que conduce a la destrucción. Porque con cada fracaso real recae con mayor intensidad en sus ilusiones creadoras. Todo su arte es el esfuerzo patético y heroico por negar su derrota humana. En su arte logra un triunfo real, puesto que no es un triunfo ni sobre la vida ni sobre la muerte. Es un triunfo sobre un mundo imaginario creado por él mismo. El drama está enteramente en el dominio de la idea. Su guerra con la realidad es reflejo de la guerra que se libra dentro de él mismo.

Así como el individuo, cuando llega a la madurez, la revela aceptando la responsabilidad, así también el artista, cuando reconoce su verdadera naturaleza, su papel predestinado, está obligado a aceptar la responsabilidad de la hegemonía. Se ha conferido a sí mismo poder y autoridad, y debe obrar consecuentemente. No puede tolerar nada más que los dictados de su propia conciencia. Así, al aceptar su destino, acepta la responsabilidad de prohijar sus ideas. Y así como los problemas con que tropieza cada individuo son únicos para él, así también las ideas que germinan en el artista son únicas y han de ser vividas. El artista es el signo del Hado en sí, el signo mismo del destino. Porque cuando por vivir su lógica de sueño se realiza mediante la destrucción de su propio yo, está encarnando para la humanidad el drama de la vida individual que, para probarse y experimentarse, ha de admitir la disolución. Pero a fin de lograr su propósito, el artista está obligado a retirarse, a apartarse de la vida utilizando sólo la experiencia suficiente como para ofrecer el sabor de la lucha real. Si elige vivir anula su naturaleza propia. Tiene que vivir vicariamente. Para poder desempeñar así el monstruoso papel de vivir y morir incontables veces, según la medida de su capacidad para la vida.

En cada nueva obra el artista vuelve a representar el espectáculo del sacrificio del dios. Porque detrás de la idea del sacrificio está la idea esencial del sacramento: se mata a la persona que encarna el gran poder a fin de que su cuerpo sea consumido y se redistribuyan los poderes mágicos. El odio al dios es el más fundamental del culto al dios: se basa en un deseo primitivo de conseguir el poder misterioso del hombre-dios. En ese sentido pues, el artista siempre es crucificado: para ser devorado, para ser despojado del misterio, para quitarle su poder y su magia. La necesidad del dios es este anhelo de una vida mejor: es lo mismo que el anhelo de muerte.

Se puede representar al hombre como un árbol sagrado de la vida y la muerte, y si además consideramos que ese árbol representa no solamente al hombre individual sino a todo un pueblo, a una cultura íntegra, tal vez empecemos a percibir la relación íntima entre la aparición del tipo de artista dionisiaco y el concepto del cuerpo sagrado.

Y siguiendo con la imagen del hombre como árbol de la vida y la muerte, bien puede comprenderse cómo los instintos vitales, impulsando al hombre a expresarse cada vez más por medio de su mundo de forma y símbolo, por medio de su ideología, por último lo obligan a prescindir de los aspectos puramente humanos, relativos, fundamentales de su ser -de su naturaleza animal, de su mismo cuerpo humano-. El hombre trepa por el tronco del vivir para dilatarse en un florecimiento espiritual. Desde un microcosmo insignificante, pero recién separado del mundo animal, el hombre con el tiempo se extiende sobre los cielos bajo la forma del gran anthropos, el hombre mítico del zodiaco. El propio proceso de diferenciación del mundo animal al cual pertenece todavía hace que cada vez vaya perdiendo más de vista su humanidad total. Sólo en los límites últimos de la facultad creadora y cuando su mundo de formas no puede ya tomar mayores dimensiones arquitectónicas, comienza a comprender de pronto sus "limitaciones". Entonces lo asalta el miedo. Es entonces cuando verdaderamente experimenta la muerte -la gusta de antemano, por así decir-.

Entonces los instintos vitales se convierten en instintos mortales. Lo que antes parecía todo libido, impulso incesante de creación, ahora se ve que encierra otro principio: la admisión de los instintos de muerte. Sólo en la cima de la expansión creadora llega a humanizarse verdaderamente. Entonces siente las raíces profundas de su ser, en la tierra. Enraizado. La supremacía y la gloria y la magnificencia del cuerpo se afirman por fin con toda su energía. Sólo entonces asume el cuerpo su carácter sagrado, su verdadero papel. La triple división de cuerpo, mente, alma, se torna unidad, trinidad sagrada. Y con ella viene la comprensión, de que no puede exaltarse un aspecto de nuestra naturaleza sobre los demás, salvo a expensas de alguno de ellos.

Lo que llamamos sabiduría de la vida llega aquí a su apogeo- cuando se adivina ese carácter fundamental, sagrado del cuerpo-. En las ramas más altas del árbol de la vida se rnarchita el pensamiento. La grandiosa florescencia espiritual en virtud de la cual el hombre se elevó a proporciones de dios, perdiendo así contacto con la realidad -porque él mismo era la realidad-, ese gran florecimiento de la Idea se convirtió entonces en una ignorancia que se expresa como el misterio del Soma. El pensamiento vuelve a recorrer el tronco religioso que lo ha sostenido y, ahondando en las raíces mismas del ser, redescubre el enigma, el misterio del cuerpo. Redescubre el parentesco entre la estrella, la bestia, el hombre, la flor, el cielo. Una vez más se advierte que el tren o del árbol, la columna misma de la vida, es la fe religiosa, la aceptación de la propia naturaleza arbórea -no un anhelo de alguna otra forma de ser-. Esta aceptación de las leyes del propio ser es la que preserva los instintos esenciales de la vida, aun en la muerte. En el ascenso, el imperativo, la obsesión única, era el aspecto individual del propio ser. Pero una vez en la cima, cuando se han sentido y percibido los límites, se revela la gran perspectiva y se reconoce la semejanza de los seres circundantes, la interrelación de todas las formas y leyes del ser -la afinidad orgánica, la totalidad, la unidad de la vida-.

De modo que el tipo más creador -el tipo de artista individual- que más alto ha brotado y con mayor diversidad de expresión, tanto que parecía "divino’, ese tipo creador de hombre, para conservar en él los elementos mismos de la creación, tiene pues que convertir la doctrina, o la obsesión de individualidad, en una ideología común, colectiva. Ése es el verdadero sentido del Maestro-Modelo, de las grandes figuras que han dominado la vida humana desde el principio. Al llegar a la cumbre más alta de su floración, no han hecho más que recalcar su humanidad común, su innata, enraizada, ineludible calidad de humanos. Su aislamiento, en las alturas del pensamiento, es lo que les causa la muerte.

Cuando consideramos una figura olímpica como Goethe, vemos un árbol humano gigantesco que no afirmó otra "meta" excepto el despliegue de su propio ser, excepto la obediencia a las leyes orgánicas profundas de la naturaleza. Eso es sabiduría, la sabiduría de un espíritu maduro en la cumbre de una gran Civilización. Es lo que Nietzsche llamaba la fusión de dos corrientes divergentes en un ser: el tipo soñador apolíneo y el dionisiaco extático. Tenemos en Goethe la imagen del hombre encarnado con la cabeza en las nubes y los pies bien plantados en el suelo de la raza, la cultura, la historia. El pasado, representado por el suelo histórico, cultural; y el presente, representado por las condiciones cambiantes del tiempo que componen su clima mental; se nutrió tanto del pasado como del presente. Fue profundamente religioso sin necesidad de adorar a un dios. Se había hecho un dios. En esta imagen del Hombre ya no cabe el conflicto. Ni se sacrifica él al arte, ni sacrifica el arte a la vida. La obra le Goethe, que fue una gran confesión -"huellas de la vida", decía él -es la expresión poética de su sabiduría, y salió de él como cae de un árbol una fruta madura. Ninguna situación era demasiado noble para sus aspiraciones, ningún detalle demasiado insignificante para su atención. Su vida y su obra asumieron proporciones grandiosas, una amplitud y majestad arquitectónicas, porque tanto su vida como su obra tenían la misma base orgánica. Con excepción de da Vinci, él es quien más se acerca al ideal de hombre-dios de los griegos. En él se dieron el ocio y el clima más favorables. Tenía sangre, raza, cultura, tiempo: todo. Y todo lo alimentaba.

En ese momento excelso en que aparece Goethe, en que el hombre y la cultura están en la cúspide, todo el pasado y el futuro se despliegan. Allí se entrevé el final; en adelante el camino desciende. Después del olímpico Goethe aparece la raza dionisíaca de artistas, los hombres de la "época trágica" que profetizó Nietzsche y de los cuales él mismo fue ejemplo magnífico. La época trágica, en que se siente con fuerza nostálgica todo lo que más está negado para siempre. Otra vez se revive el culto del Misterio. El hombre debe volver a representar una vez más el misterio del dios, el dios cuya muerte fecunda ha de redimir y purificar al hombre de la culpa y el pecado, ha de liberarlo de la rueda del nacimiento y el devenir. El pecado, la culpa, la neurosis, todos son una y la misma cosa, el fruto del árbol de la ciencia. El árbol de la vida se torna así en árbol de la muerte. Pero es siempre el mismo árbol. Y de este árbol de la muerte es de donde ha de volver a surgir la vida, de donde la vida tiene que renacer. Lo cual, como lo atestiguan todos los mitos del árbol, es precisamente lo que ocurre. "En el momento de la destrucción del mundo", dice Jung, refiriéndose a Ygdrasil, el fresno del mundo, "ese árbol se convierte en la madre tutelar, el árbol de la muerte y la vida, preñado.".
En este punto del ciclo cultural de la historia es cuando tiene que aparecer la "transvaluación de todos los valores". Es la inversión de los valores "espirituales", de todo un completo de valores reinantes. El árbol de la vida conoce entonces su muerte. El arte dionisiaco de los éxtasis reafirman entontes sus derechos. Sobreviene el drama. Reaparece lo trágico. Gracias a la locura y el éxtasis se representa el misterio del dios, y en los celebrantes ebrios se despierta el deseo de morir -morir creadoramente-. Es la conversación de ese mismo instinto vital que impulsó el árbol del hombre hasta su expresión plena. Es salvar al hombre del temor a la muerte para que pueda morir.

Avanzar hacia la muerte. No retroceder hacia el vientre. Salir de las arenas movedizas, del flujo estanco. Es el invierno de la vida, y nuestro drama consiste en alcanzar un espacio firme para que la vida pueda avanzar de nuevo. Pero ese espacio firme sólo puede procurarse sobre los cadáveres de quienes están deseoso de morir. (*)

(*) Fuente: Henry Miller, La sabiduría del corazón, Buenos Aires, Sur, 1966.
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