Por Clarissa Muller
A Maybel y Magdiel por todo.
Mi primer orgasmo lo recuerdo con la misma precisión con la que admiré aquel cuadro de la Escuela de Fontainebleau en una clase de la Sra. Meredith. Una chica tocaba suavemente el pezón blanquecino de otra en idéntica posición sentada a su lado. Lo recuerdo mientras caminaba por la Gran Avenida de las Peñas Blancas y mis ojos dilucidaron la perfecta simetría de una mujer proyectada en una inmensa gigantografìa. Tiempo después supe su nombre. Gía fue un semblante perfecto, una amplitud espectral que se consumió en su magnífica existencia. Una blasfemia, una lesbiana preciosa, un tumultuoso torbellino de sexuales sustancias prohibidas. Una efigie exquisita y maldita. Eso lo supe tiempo después. Aquel día en la Rué mi papá ajeno se había adelantado por la acera, sin saber mi estado de febril desmayo. En ese otoño yo no entendí mucho. Tampoco nadie podía explicármelo, pero esa noche bajo la casi total ignorancia de los doce años dormí sobrecogida. Con veinticuatro años las cosas ya no eran las mismas, estudiaba diseño en Nueva York, vivía en un piso de cristales empañados en el down town, había tenido algunos aciertos confeccionando piezas únicas de lencería que me ayudaban a pagar la renta. Leía a Virginia Woolf y Carson McCullers y no tenía mucho tiempo para detenerme ante los anuncios lumínicos en las calles del centro comercial. Sentada con la cabeza apoyada en el escritorio, me cuesta deshacerme de aquella imagen traslúcida. Me levanto descuidada y avanzo con prontitud hacia el librero, saco algunos viejos álbumes donde acumulaba mis poco diestros bocetos de mis primeras faldas y camisetas. Ojeo las páginas empolvadas y de nuevo me satisfacen antiguas remembranzas. El preuniversitario se avalancha contra mi y no me queda otra alternativa que tenderme sobre la madera del piso mientras me eriza la frialdad del tabloncillo. Nostálgicos blue jeans sueltos desde el muslo, camisetas con letreros pop y sandalias de cuero. Vertiginosa vuelvo a amparar la inocencia de la primera vez que dormí con una mujer. Era diez años mayor que yo. Yo tenía entonces dieciocho ese verano. La verdad no sabía mucho más de ella que su preferencia por tomar capuccino, mientras leía débilmente las revistas Vogue. Coleccionaba las prendas que pertenecieron a Cocó y olía misteriosamente a Chanel. Permanecí semanas expiándola, después de haberla encontrado paseando por el parque, a través de los breves espacios de la entrepersiana de su habitación. Una hora se tardaba en elegir la ropa adecuada. Tarde era de mayo, mientras trataba de escurrirme silenciosa y cayeron al suelo un montón de revistas que llevaba bajo el brazo. Monique se volteó y apuró el paso hasta la persiana. La abrió sin susto escudriñando y me descubrió con la complacencia y la naturalidad de antiguas conocidas. Monique desapareció y sólo alcancé a ver su silueta entrecortada por las persianas, mientras recomponía mi paquete. La volví a ver el día siguiente sentada frente al portón de la escuela, caminamos juntas hasta su casa. Los contornos de mi cuerpo afloraron tras la suavidad de un vestido, un Dior clásico avolantado que Monique me había colocado sobre la cama. No era una de aquellas imitaciones que Sophie hacía por encargo para las quinceañeras, copiados de las vidrieras de la Gran Plaza. Acostumbrada a las confecciones caseras de mi madre y a las mías propias, aquel vestido de tafetán rojo, se deslizó sin aspereza cuando Monique bajó la cremallera. La figura de Kate Moss retratada en la portada de una revista Elle observó la lentitud con la que entrecruzamos las piernas. Sólo ocurrió una vez y no volví a su casa nunca más, ni ella me esperó nuevamente a la salida del colegio. Con veinticuatro años las cosas ya no son las mismas, he dormido con mujeres y hombres y no comprendo muy bien aún la diferencia. Aquellas imágenes juveniles, andróginas, anoréxicas, junkies, han mantenido mi asombro intacto. Las he amado con la misma precisión del primer día.
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