Por Samuel Feijoo.
Era de noche. Las mujeres de Ciego de Ávila cantaban canciones criollas sentadas en sillones, por las aceras. Entró al parque sin retreta; miraba a las doncellas voltearse sonriendo. Desde los pinos de los canteros chillaban unos pájaros prietos cuyos blancos excrementos cubrían la flor de la mariposa. El perfume y el pasar de las doncellas y los rostros extraños y lo desconocido del lugar le mareaban un poco. Vino un negrito que resultó tuberculoso, que le pedía un vaso de leche, y se fueron a comer pescado frito, a un kiosko mal iluminado, en un rincón del parque. Poco después llegó a un hospedaje con la bicicleta y el negrito. El negrito fumaba bajo su mosquitero. Su ascua roja en la boca iluminaba intermitente un rostro enigmático. Afuera vio a la prostituta encendiendo un tabaco. Ella le dijo: Disipo con esta yerba, tírale un jaloncito: lo alto que te encarama.
La feliz muchacha subió con él la loma. Hacía puchas de flores silvestres y estaba sostenida de la alegría del amanecer, de los pétalos que enloquecía el aire blanco. A veces le apartaba con sus voces, pero estaba llena de deliciosos grititos de asombro, y en la cueva tuvo su mano. Quería descansar en un valle de un verde muy profundo, le dijo. Le habló de la luna, cómo es el romper del primer norte sobre los campos costeños. Entonces recobraba la fuente de las amadas, que la hizo incomparable reina de las errancias en el tiempo frío cuando entra su lento rojo, alimento de los mismos sentidos; silencio en las cañas, humedad, nocturno inmóvil, algún pájaro, luna serenísima: su azul vago, su historia de oro, su pobre tristeza. La muchacha no quiso dormir y sí conversar en un parque del pueblo.
Era de noche. Las mujeres de Ciego de Ávila cantaban canciones criollas sentadas en sillones, por las aceras. Entró al parque sin retreta; miraba a las doncellas voltearse sonriendo. Desde los pinos de los canteros chillaban unos pájaros prietos cuyos blancos excrementos cubrían la flor de la mariposa. El perfume y el pasar de las doncellas y los rostros extraños y lo desconocido del lugar le mareaban un poco. Vino un negrito que resultó tuberculoso, que le pedía un vaso de leche, y se fueron a comer pescado frito, a un kiosko mal iluminado, en un rincón del parque. Poco después llegó a un hospedaje con la bicicleta y el negrito. El negrito fumaba bajo su mosquitero. Su ascua roja en la boca iluminaba intermitente un rostro enigmático. Afuera vio a la prostituta encendiendo un tabaco. Ella le dijo: Disipo con esta yerba, tírale un jaloncito: lo alto que te encarama.
La feliz muchacha subió con él la loma. Hacía puchas de flores silvestres y estaba sostenida de la alegría del amanecer, de los pétalos que enloquecía el aire blanco. A veces le apartaba con sus voces, pero estaba llena de deliciosos grititos de asombro, y en la cueva tuvo su mano. Quería descansar en un valle de un verde muy profundo, le dijo. Le habló de la luna, cómo es el romper del primer norte sobre los campos costeños. Entonces recobraba la fuente de las amadas, que la hizo incomparable reina de las errancias en el tiempo frío cuando entra su lento rojo, alimento de los mismos sentidos; silencio en las cañas, humedad, nocturno inmóvil, algún pájaro, luna serenísima: su azul vago, su historia de oro, su pobre tristeza. La muchacha no quiso dormir y sí conversar en un parque del pueblo.
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