viernes, 23 de octubre de 2009

Construcción y representación de género en la moda.


Por Andrés Álvarez
I
La moda implica la instrumentalización de determinados usos y costumbres y su variación o muerte. Permite la circulación de una serie de valores que se potencian en su poder sígnico dentro del espacio social.
(…)No sólo domina nuestra visión del mundo, sino que hace de lo efímero nuestra certeza sensible, llena nuestros oídos, determina, en forma urgente, nuestra estética moral, nuestras miméticas conductas y hasta preconiza un sentido de la idea del bien individual y social.
Es decir que la concienciación de una individualidad y las prácticas que ellas conforman resarcen en el plano de lo cotidiano la nulidad del sujeto en el accionar político, económico, productivo, etc.
El fenómeno del vestir implica una imantación en el cuerpo de determinado discurso y su relación con prácticas inherentes a ciertas lógicas económicas y políticas. La dinámica cultural opera con principios paralelos a los del sistema de la moda en su proceso de funcionalización. La moda como símbolo, encarna en sus prácticas y usos un estado cultural o al menos lo devela en su carácter “subjetivo” u “objetivo”.
La Moda como elemento parametral de la cultura puede verse según la identidad genérica y la identidad específica, cuando la moda se identifique con la mujer o la cultura femenina. La mujer ha sido asociada con las inconstancias de la moda, el exhibicionismo banal y el narcisismo. En realidad, esta asociación puede explicar parcialmente la marginación de la moda dentro de la teoría social, razón por la que se ha considerado «frívola», un sinsentido efímero indigno de la atención académica seria.
Desde el análisis de Bourdieu, las mujeres podrían aparecer, genéricamente, como «víctimas» del dominio simbólico masculino y sus prejuicios míticos. Pues, en cuanto «víctimas», y aunque despojadas de los caracteres arquetípicos amenazantes vinculados con lo femenino -“desde las sirenas o ménades de la antigüedad clásica a las femme fatale hollywoodenses, pasando por la Eva originaria en cuanto introductora del primer «adorno» de la humanidad, la hoja de la higuera, con el que se fundaría míticamente el principio de seducción” – aún continúan reflejando los prejuicios desfavorables basados en la supuesta debilidad «natural» o la inferioridad psicológica de este sexo, según los análisis de Hillman.
Atendiendo a Esther Fischer-Homberger, cuando se habla de «fashion victims» (en sentido genérico) tiene que analizarse todo lo que respecta a la misoginia, las huellas de la conciencia patriarcal y la dominación masculina, “no como dominio de los hombres sobre las mujeres, sino como dominio de los valores fuertes masculinos, patriarcales asociados con el honor, la producción y el logos fálico o tratando a Simmel en sus acercamientos a la cultura femenina -entendida sobre todo en sentido subjetual, y no ya como cultura animi, sino más precisamente como culto del cuerpo, de sus apariencias, la coquetería, el vestido, los adornos- y atendiendo al uso mundano de la expresión anglosajona «fashion victim», la mujer misma es –según los prejuicios patriarcal-racionalistas– una víctima de la moda en sentido genérico.
La asociación de la mujer a estos elementos, deja al margen al hombre, lo que no implica por supuesto, un carácter eternitario de estos supuestos, pues sólo acontece en la memoria de una inexistente naturaleza humana. Cuando la moda ha estado más obsesionada por la diferenciación de género, cuando la moda es más “sexuada”, es justamente en los tiempos modernos (aún sin alcanzar el grado de diferenciación del “dimorfismo victoriano”). El historiador de la moda James Laver propuso que la más significativa división en lo que respecta a la ropa no ha sido entre los géneros, sino entre las prendas ‘drapeadas’ y ‘entalladas’. Por su parte, Flügel, en su célebre ensayo sobre «Psicología de la moda» describe el proceso de la gran renuncia masculina, mediante el cual el hombre deja de ser hermoso, y ello ante todo por el efecto de la ética protestante que va contra el espíritu de la aristocracia. Lo que el hombre quiere ser, a partir de la ética protestante del trabajo, no es bello o deseable, sino eficiente. Sin embargo, en último análisis, el mismo Flügel analiza las diferencias genéricas: los hombres y las mujeres, según él, son distintos por naturaleza: la mujer es más narcisista, más sexual y más competitiva; pero los hombres, por su tendencia al uniformismo (reflejado en el sobrio traje y corbata) resultan más solidarios entre sí.

II
A partir de la década del 50 el posicionamiento de los roles y su representación dentro de los esquemas de la moda comienza a presentar variaciones que complejizan el fenómeno. La muerte de Marilym Monroe se reviste de connotaciones dentro de la íntersubjetividad occidental asociada con la superación de una etapa del mundo. La caída del máximo sex-symbol femenino significó la fisura del glamour y de la mujer representada a través de este. La irrupción de Brigite Bardot propicia la liberación femenina en sus formas más plausibles y menos conflictivas -en estética e indumentaria- pues afianzaba la imagen de mujer seductora y objeto de deseo del hombre. Aún la mujer media quería ser como Doris Day.
El prototipo masculino, situado en el canon de un Rock Hudson correspondiente a un varón serio y trabajador, elegante y sobriamente vestido de oscuro, no logró ser alterado en sus inicios por la figura de un Elvys Presley que en verdad sólo se entrevió como un cantante millonario encargado de enloquecer a la juventud.
Concretamente el hombre inició la década de los 60 a la manera de su abuelo o bisabuelo. El traje aunque se estilizó a finales del siglo XIX, no sufrió cambios considerables, de hecho su moderación y uniformidad, tipificaban la imagen burguesa del hombre mitificado a través del trabajo.
La moda femenina en los inicios de los sesenta no logra desprenderse del new look introducido por Christian Dior en 1947, en el cual todas las prendas y accesorios debían subrayar los elementos de la feminidad a un grado superlativo. Era necesario resaltar las caderas, senos y cintura de una mujer que tenía como máximas aspiraciones contraer nupcias con un hombre emprendedor y victorioso, dedicada a la vida del hogar en plenitud. Para esto debía armarse de lo elegante y chic, lo distinguido y clásico, lo discreto y natural; de fajas y ligas, tacones, faldas-tubo y sostenes de gruesas armazones.
La ruptura de estos esquemas, contrario a lo que suele pensarse se sucedería más por la emergencia de una nueva generación en el marco de las sociedades occidentales y los modos de representación asociados a esta; que por la interacción y el accionar de la lucha de sexos sobre el panorama de la moda.
La juventud a principios de dicha década raramente pudo dejar oír su voz, aún cuando los Beatniks en Estado Unidos, los Blouson noirs en Francia y losReady-boys en Gran Bretaña provocaron ciertos estragos que pusieron de relieve la problemática del momento y los afanes reivindicativos de una juventud.
El mundo occidental de la segunda posguerra había logrado un nivel de vida, sobre todo en sus capas medias, nunca antes soñado. Se crea un espejismo de distensión, donde el placer máximo era comprar para el hogar. La etapa de la Guerra Fría se había sustituido por una coexistencia tolerante de los bloques que se repartían el mundo.
Los Estados Unidos endurecen su postura frente a los vietnamitas, aparecen un tercer bloque de influencias tras la conferencia de Bandung. Las sociedades del bienestar se rigen más por el conservadurismo. Son estos los años en los que la juventud juega un papel decisivo debido a su actitud contestataria y la introducción de una nueva moral.
La nueva generación requería de cambios en las costumbres y la introducción de una nueva moral que removiera el conservadurismo y las simulaciones de crisis en las sociedades del bienestar.
Se dan al unísono dos movimientos, el marcado por la cultura Pop y el Hippie. El primero representado por el Swing London que se desata en la capital británica a raíz de la concentración de un grupo de jóvenes artistas sin perspectivas de trabajo. En San Francisco y Nueva York alcanzaron a partir de 1965 gran apogeo las grandes concentraciones hippies que otorgaron un completamiento al sentido de ruptura juvenil. La vida en comunidad hippie era una alternativa nueva a la familia celular, la exaltación de la naturaleza y la replica a una sociedad urbanizada Este aportaba una visión del mundo y de la cultura y la sociedad. Ambos movimientos parten de su raíz contestataria: lo hippies proponen su indumentaria basada esencialmente en una despreocupación ausente en el pop, en la recuperación de vestimentas de otras culturas y la adopción de multitud de adornos.
La forma en que se representaban estas expresiones y movimientos de contracorriente se extendieron en gran parte de la juventud, se funcionalizan sus modos. Son axiomatizados los valores y símbolos derivados de la independencia y libertad del comportamiento.
De los ídolos musicales partiría lo Pop, cuya duración se inscribe de 1964 –1970 y que vio su nacimiento en Gran Bretaña. Los Beatles, que aglutinaron multitudes en torno a su música, crearon toda una atmósfera y al igual que los Rolling Stones, sentaron patrones en cuanto al corte de pelo y la vestimenta. Ambos jugaron un papel fundamental en el cambio de la indumentaria masculina. Los hombres que mantenían un corte clásico y recortado, comenzaron a dejarse el cabello largo. Los Beatles propagarían el flequillo permitiendo la libertad del cabello masculino. Esto significó una radical transformación de la imagen varonil. Además el grupo Británico desacralizó el uniforme militar, empleó atuendos étnicos, en fin impusieron la informalidad.
En Londres comenzaron a circular muchachas con las faldas sobre las rodillas, quien las proporcionaba era una pequeña costurera de Chelsea que la introdujo entre las chicas de Swinging London. El uso de esta falda llegó a París y Nueva York, por lo que cuando André Courriges propuso a los clientes de la alta costura una reducción de las faldas, ya Mary Quant le había tomado la delantera. Si la estética pop asestó un golpe contra el “hombre-traje”, la Quant jugó un papel igual de decisivo en la imagen de la mujer. Los trajes de noche también eran cortos, más marcados por el hippismo. Estos revalorizaban el papel erótico de las piernas y admitían detalles para remarcar una determinada ingenuidad: cuellos blancos, lazos, botones; para que la mujer simulara una colegiala provista de un elemento erotizador cínico.
El mercado juega en esto una posición medular, pues por vez primera avista en la masa joven un grupo potencial de consumidores. Reenvía sus formas a través de toda la red mediática y de industria cultural. Invierte las posturas e ideologías en mercancía. Los modos de representación de estos grupos y fenómenos culturales intervinieron directamente en el campo de la moda y es lo que da pie a las vanguardias dentro de esta.
Es en este marco que tiene lugar la moda unisex. Por supuesto, los movimientos de liberación para la mujer y todos los reclamos sobre género, la dotaron de una postura más participativa dentro del espacio social. La imagen que las casas de moda fabricarían para la mujer, debía estar a la altura de tales exigencias, de ahí la importación de introducir una serie de atuendos masculinos al guardarropa femenino. Pero, si embargo, el unisex, más que la aceptación de una libertad de roles, disponía a ambos, fuera de sus espacios de representación dentro del vestir, como consumidores potenciales. El préstamo de un elemento o accesorio, por uno u otro género, era un juego de extensiones. Añadir lo supuestamente masculino o femenino estaba más asociado con una postura del sujeto hacia una proyección de modernidad. La supuesta equiparación formal de los sexos dentro del fashion, no significaba un debilitamiento de lo que los había definido en su autorepresentación, sino la capacidad de reconocimiento de la misma y la inocuidad de su violentación para la sociedad patriarcal.
El unisex ponía de manifiesto lo performativo del género en aquello que Lacan denominaba como sexuación, la conformación de este a través de la movilidad de una práctica determinada.
Hasta el momento la figura femenina acudía al binarismo para autodefinirse, el unisex acentuaba la autorepresentación femenina mediante lo que la Riviere denominaba como la mascarada feminista.
En “El género en disputa” Butler centra una parte de su estudio en una crítica hacia la antropología estructural, otorgándole una gran importancia al distanciamiento que se produce al interior del estructuralismo del lenguaje, y a la ontología lacaniana, la cual considera determinada por un lenguaje estructurado por una ley paterna. Los conceptos lacanianos, asociados con el logofalocentrismo, tanto en el hombre como la mujer le permiten un abordaje de las teorías sobre la mascarada femenina de Riviere. Señala que para parecer el falo la mujer tiene que recurrir a la mascarada:

(…)La mascarada implica que hay un ser o especificación ontológica de la feminidad anterior a la mascarada, un deseo o reclamos femeninos que están enmascarados y son capaces de ser develados y que, de hecho, pueden prometer un trastorno futuro y el desplazamiento de la economía significante falogocéntrica (…)
La mascarada le permite por un lado el “parecer ser”, una “producción performativa de una ontología sexual” y “la negación de un deseo femenino que presupone alguna femineidad ontológica anterior generalmente no representada por la economía fálica”. Pero Butler sobre todo se centra en estrategias de desenmascaramiento para recuperar la libertad del deseo femenino insubordinado respecto al sujeto femenino.

III
La publicidad de moda fue la que a inicios de los 80 radicalizó el uso del erotismo como mecanismo persuasivo, tras el del ascenso de matrices psicosociales que se afianzaban al sexo por placer y no al sexo como vía de reproducción. El mercado de la moda comenzó a centrar su interés en el hombre como posible consumidor.
Para inicios de los noventa las grandes casas de moda ya tenían estandarizadas líneas de perfumería y ropa interior para hombre. La publicidad no estaba orientada a una mujer que se encargaba de hacer las compras del hombre, sino de un hombre que quería elegir por si mismo. Es en el espacio de la publicidad para moda dónde más se han suscitado redefiniciones icónicas que se potencian como elemento de compra más que el propio producto. La construcción de referentes identitarios asociados al género parte de la agudización de una producción material y una preponderancia de lo mercantil, la centralidad del cuerpo como objeto de conformación de discursividades, y el juego de aparencialidades en la definición de grupos sociales.
El mercado de la moda reorientó una masculinidad en aras de hacerla más dependiente de sus formas de operatividad. El género masculino como construcción cultural está mediada por una serie de parámetros que lo hacían “demasiado independiente para el consumo”: el control sobre las situaciones, el dominio del espacio, el poder en diferentes esferas de lo social. Es en estos años que se acuña el término metrosexualidad, que suponía un hombre más identificado con las tareas del hogar y los pequeños detalles, pero más fundamentalmente, un hombre que extremaba cuidados en cuanto a su apariencia y acudía a toda una cosmética para resaltar sus dotes. Ese hombre metrosexual que perfilaba su belleza no era más que un hombre narcisista.
La postura narcisista se erige como práctica de autodefinición, que a su vez forma parte de la necesaria autoafirmaciónń de la masculinidad como construcción, pero que la rebasa.
La autoafirmación masculina siempre se ejerció mediante el dominio, el control de sus rituales genéricos, la protección constante de dichos rituales y el énfasis por demarcarlos de aquellos propios de la mujer. Este nuevo narcisismo supone maximizar la autocelebración de sus dotes y a su vez se asocia con nuevas maneras de competitividad, más común en la mujer que ha debido realzar sus potencialidades para obtener pareja y mayores posibilidades de la sociedad.
Y es que en estas nuevas maneras de autodefinición, el hombre revisita sus prácticas normativas y rompe el cerco, no tanto de sus formas rituales y performativas, sino de aquellas propias del otro género, de los grupos con formas de representación particulares (como los hombres homosexuales); y aquellas que desde su logocentría le mostró a la mujer para que lo definiera. El resultado es una práctica del deseo sobre el cuerpo propio, no sobre otro semejante al suyo, sino sobre el propio.
El metrosexual asume formas rituales que estuvieron vedadas a los homosexuales como mengua de lo marcadamente masculino.
Varias firmas de moda han desplegado sus campañas de publicidad orientadas a un hombre metro y homosexual, desde la subliminalidad hasta estrategias persuasivas más explícitas, apelando a resortes como el erotismo y el juego entre los roles.
Tenemos el claro ejemplo de Calvin Klein que en su publicidad muestra a un hombre autorreafirmado desde una masculinidad aparentemente hegemónica, al cual se le introducen elementos que lo feminizan, lo que da como resultado un hombre elegante y sumamente estilizado sin dejar de ser viril.
Sin dudas el caso más extremo es el de la marca italiana Dolce & Gabanna, que se vio obligada a retirar su última campaña de los centros comerciales españoles producto de una demanda de el Consejo Nacional de la Mujer. Son constantes los reclamos por parte de organizaciones sobre la violencia hacia la mujer que muestran en sus anuncios y la posición recesiva que ocupa esta en muchas de las propagandas de la firma; y es que en sus imágenes, en verdad, la mujer es un complemento estético, un objeto que le permite al hombre mostrar su drama y disfrutar sus poses.
El anuncio vetado muestra una mujer en el suelo, bajo los brazos de un hombre que la oprime, mientras un coro de hombres semidesnudos disfruta el acto de sometimiento. La imagen logra un juego aparencial, pues el verdadero centro es el hombre y ese otro coro que se autodegusta.

Cada vez es más creciente el género flexibilice, sus parámetros y simbologías e incluya aquellas de los grupos en los que se mantuvo en una postura defensiva. En el caso de lo masculino esas estrategias inclusivas van tomando más arraigo en lo performativo del género. Apreciamos entonces, como la representación de la cualidades genéricas y su iconicidad se resemantizan; y como similares referentes asumen distinto significado dentro de la sociedad. Esta asume dichas trasmutaciones y hace de ellas dominantes culturales.
Pero más ciertamente la rearticulación de lo genérico encarna potencialmente dentro de la lógica mercantil, que la va determinando como estructura cultual y cognitiva dentro de la sociedad contemporánea de consumo.

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