miércoles, 22 de septiembre de 2010
LA HUELLA DE UNA SONRISA
De Julie De Grandy
Uno de mis sueños desde muy pequeña fue conocer París. Sentía una poderosa atracción hacia esa ciudad, y deseaba aprender a hablar francés. Tanto así que solía repetir de corrido ante el espejo la cadena de palabras en francés que me sabía la cual constaban de varios saludos, pedacitos de canciones y el nombre en francés de algunos perfumes.
No fue hasta la edad de 28 años en que finalmente pude conocer la ciudad con que tanto había soñado. Para aquel entonces, no sólo hablaba el idioma con sorprendente maestría, sino que me sabía de memoria el mapa de París y la historia de todos sus rincones y monumentos.
A partir de aquella primera vez, tuve la suerte de poder regresar a París muchas veces más. Fui descubriendo un París más bello y sensual de lo que yo me había imaginado durante los años de mi niñez y mi adolescencia en América. Y, lejos de aburrirme, París iba creciendo para mí en encanto, en seducción y en magia.
En un viaje llevé a mi madre a conocer Paris. Deseaba enseñarle paso a paso mi ciudad favorita, narrándole personalmente su historia con el fin de hacerle sentir la emoción que yo allí sentía.
Desde la llegada al aeropuerto de Orly, me convertí en su guía y su intérprete. Planeamos el recorrido turístico de cada uno de los días y noches que iba a permanecer en la ciudad. Caminamos por las majestuosas avenidas, visitamos los museos, los restaurantes famosos, las boutiques de exquisita moda, los cementerios donde yacen enterrados tantos personajes famosos de la historia. Paseamos en barco por el Sena, visitamos las legendarias iglesias y catedrales, presenciamos los espectáculos nocturnos de los míticos cabarets y admirábamos desde todos los rincones de la ciudad la eterna presencia de la orgullosa torre de hierro, símbolo de la
ciudad.
Pero no fue hasta uno de los últimos días de su estancia en París que decidí llevarla a subir hasta lo más alto de la Torre Eiffel para disfrutar de la vista panorámica y mostrarle desde allí arriba la ciudad en su máximo esplendor.
Era una mañana otoñal y apenas se terminaba de disipar la bruma. Hacía frío y ambas andábamos del brazo cobijadas por largos abrigos, botas y pañuelos de lana y seda que nos protegían el cuello. Cuando iniciamos el recorrido de la larga pasarela del Campo de Marte que culmina a los pies de la torre, a lo lejos veía a unos niños jugueteando alegremente alrededor de una de la fila de bancos que flanquean el campo. Según nos acercábamos a ellos, e inmersa en conversación con mamá, me percaté que aquellos niños nos miraban y señalaban con picardía. Observé como uno de ellos se separaba del grupo y caminaba hacia nosotras con una hoja blanca de papel en la mano.
Al encontrarnos frente a frente, el niño se detuvo y con voz temblorosa, llena de dulzura y de vergüenza, me habló en francés:
- Madame, mis amigos han hecho una apuesta conmigo. Me apostaron a que yo no era capaz de conseguir la huella de una sonrisa.
Le miré un tanto sorprendida y esperé que continuara su relato. Pero él no dijo nada más. Sus ojitos - llenos de inocencia y súplica - se clavaron en los míos. Con timidez levantó la mano que sostenía la hoja blanca de papel y me la extendió.
En la distancia veía al grupo de sus amigos observándonos con morbosa curiosidad y risa traviesa. Miré a la angelical criatura de pie ante mí, que no tendría más de unos ocho añitos de edad, y sentí que mis labios, pintados de carmín, involuntariamente esbozaban una tierna sonrisa. Entonces, tomé el papel de su mano, lo acerqué a mis labios y grabé sobre él la huella de mi sonrisa.
Al devolverle la hoja, el niño quedó mudo. Hizo un pequeño gesto de agradecimiento con la cabeza y arrancó a correr con entusiasmo mientras gritaba algo a sus amigos y sacudía en el aire aquella frágil hoja de papel.
Me mantuve en silencio unos instantes observándole partir. Interrumpió mi silencio la voz de mi madre que preguntaba qué me había dicho aquel niño. Me volví hacía ella y la tomé del brazo. Iniciamos nuevamente nuestra marcha en lo que yo le relataba lo sucedido.
Aquel momento se grabó para siempre en mi recuerdo. Miré a mi alrededor y percibí como París se había abrigado con una luz diferente. Una luz aún más bella que cualquiera que antes hubiese visto. Subimos por el elevador de la Torre Eiffel hasta su cúspide. Y desde aquellos balcones de hierro, vi París por primera vez.
Regresé a la Ciudad de las Luces muchas veces más. Y en mis paseos por sus calles o sentada en las mesitas de sus legendarios cafés, siempre he buscado entre la gente el rostro de aquel niño de grandes ojos azules y nacarado cutis con chapas coloradas en las mejillas.
No sé qué fue de aquel niño que ya será un hombre. No sé si él recordará aquella gélida mañana de otoño en el Campo de Marte. No sé qué destino tuvo aquella hoja de papel. Quizás quedó abandonada esa misma mañana en algún basurero o fue pisoteada por transeúntes. Quizás fue hecha pequeños pedazos que volaron en el viento, o se convirtió en un barquito de papel que luego se hundió en las aguas del Sena. Nunca lo sabré.
Pero prefiero pensar que aquel niño no se deshizo de ella. Que la guardó como un pequeño tesoro de su niñez. Y que, en alguna gaveta olvidada, en algún baúl de cedro de un ático polvoriento o entre las hojas amarillentas de un antiguo libro, existe aún en París la huella de mi sonrisa.
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