jueves, 18 de marzo de 2010

Capítulo 4. "Estela".


Ana Rosa Valdez.

Tras las cortinas cubiertas de polvo del antiguo teatro donde funcionaba la compañía, se hallaba Estela, con su traje imperial de cortesana a medio tiempo -encajes de burdel costoso, terciopelo que había desdeñado incluso de la oscuridad de la noche. Estela se acostaba habitualmente con uno de los actores. Pero aquella tarde, el sol había penetrado extensamente sobre su piel, y el actor se disculpó al verla molesta; dijo que tanto sudor era brevemente incómodo, que mejor esperaba a la función del martes. Además, debía estar temprano en casa.
Estela recurrió a su práctica acostumbrada. Se retorció entre las cortinas con polvo como si entre los pliegues fuese a descubrir algún éxtasis remoto -trémula devoción por las glorias que sucumbían. Estela me recordaba a la joven sordomuda de Babel, desnuda frente a la ciudad palpitante. Ajena a todo; paradójicamente ajena e impelida por el deseo de ser consumida, al igual que las otras actrices maduras de la compañía. Estela, a pesar de su rostro de mujer acostumbrada a los destellos de la fama, era muy joven. "Joven e inexperta", dije para mis adentros cuando la vi retorcerse entre las cortinas con polvo y remiendos.
Me acerqué sin imitar el aire despreocupado de quien esconde peligrosas intenciones. Miré sus ojos abiertos y sollozantes bajo las luces fluorescentes, y ella me miró fijamente. Conocía muy bien mis atributos, a pesar del traje masculino que me envolvía cuando no había ensayo. Tomé su mano y sentí sus dedos húmedos y pegajosos... los lamí con voraz dedicación... Su escote majestuoso se desbordaba ya bajo mis manos, cuando sentí un golpe suave y continuo entre mis piernas. Me besó apasionadamente, tristemente, buscando otra boca en mi boca, otros besos que probablemente el martes tendría. Entonces la abandoné. Me pidió de forma generosa, casi implorante, que siguiera propiciándole caricias. Esta vez su boca buscó la mía, pero era tarde.
El auto me esperaba al doblar de la esquina, mi esposo había ido a comprar los ingredientes para la receta gourmet que tanto me había prometido. Bajé los escalones del teatro con la humedad de Estela aún entre los dedos. Mi esposo me esperaba al doblar de la esquina, pero Estela corrió presurosa a encontrarnos, nos miró de forma insistente, y fervorosa. Y ambos tuvimos que ceder frente al capricho infantil de la jovencita.

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