martes, 25 de enero de 2011
OFICINA: ¿Se limitarán a ser inventores de slogans?
PIER PAOLO PASOLINI
Es cierto que mi primer libro, publicado en 1942, fue un libro de poesías. Y también es cierto que empecé a escribir poesías a los siete años de edad, en segundo de primaria (tengo ante mi vista, luciente, aquel cuadernillo de rayas, con mi mano que escribe los primeros versos, con palabras «elegidas», en cuanto a estilo sublimis: verdor, ruiseñor...), pero, quién sabe por qué, cuando pienso, indistintamente, en los inicios de mi carrera literaria, pienso en mí como en uno que «proviene de la crítica». Quizá porque en los albores de los años cuarenta, precisamente, mi mayor entusiasmo - que por otra parte era poético - lo dedicaba a los estudios de filología románica y a la historia del arte (la memorable serie de lecciones de Roberto Longhi sobre Masaccio). El hecho mismo de que mis primeros versos publicados (y todavía no repudiados), de adolescente de 18 años, estuvieran en friulano, demuestra que mi operación poética tenía lugar bajo el signo de una inspiración fuertemente crítica, intelectual.
Es por eso por lo que sigo considerando a los críticos unos colegas. Algunos seniores, otros juniores. Desde la fulminante tarjeta postal de Lugano con la que Gianfranco Contini anunciaba una inmediata crítica de mis primeros versos friulanos de 1942 (fue la primera y la mayor de mis alegrías como escritor) hasta las últimas críticas de la Religione del mio tempo de este año - Bo, Vigorelli, Citati... -, yo siempre me he sentido juzgado por colegas: y con toda la lealtad y la estima del caso. Al mismo tiempo, yo también he trabajado siempre en el «campo» crítico. Por lo tanto, debería ser encausado: sometido a análisis también yo. Como escritor, estoy incondicionalmente agradecido a la crítica italiana: siempre he sido verdaderamente leído, a menudo con pasión, con intensidad analítica. Éste es uno de los pocos lados buenos de mi vida-literatura, de mi literatura-vida. Hay algunas excepciones, pero he de decir sin modestia la verdad: se trata siempre de críticos quizá bastante oficiales, pero que carecen de real consideración en el mejor mundo literario; o bien de jóvenes poco claros; o, por último, de periodistas, no de críticos: son los periodistas divulgadores a sueldo los que han ocasionado mucha confusión sobre la valoración crítica de mi trabajo, creando unos contrastes críticos que, en realidad, no existen. Los contrastes son sólo, e interesadamente, políticos.
Éste es mi punto de vista de escritor, o sea de cuerpo vil. Y me disculpo si el cuerpo vil ha sido, en este pequeño informe, un poco demasiado corporal, o sea privado.
Como colega, o sea como crítico, en parte me identifico y en parte soy combativo, pero combativo hasta un desapego definitivo e irreversible, con la crítica coetánea. Porque con el crítico excesivamente apasionado se mezcla en mí, como diría un meridional (Uèh, carissimo!), el ideólogo. Y toda mi lucha ideológica se ha desarrollado contra el hermetismo y el novecentismo, bajo el signo de Gramsci. Por eso he acusado a mis contemporáneos de practicar una crítica de gusto, de comunión estética, para élites: casi como si los objetos de la crítica fuesen unos monstruos, unos casos de humanidad volcánica, privilegiada en las innovaciones lingüísticas debidas a angustia o felicidad no comunicantes. He acusado a mis contemporáneos de moralismo (los liberales) y de estetismo (los católicos), y ambos, moralismo y estetismo, presuponen un mundo inmutable (¡imaginarse, Italia!), definitivo, concéntrico, donde tuviese valor real una sola cultura: la de la clase dominante, a la que los literatos pertenecen endeblemente, anárquicos o serviles, angustiados o chovinistas, conformistas o desmelenados, abiertos (los liberales antifascistas) o cerrados (los católicos estetizantes, también ellos antifascistas).
Ahora está naciendo un nuevo tipo de crítica: el inducido por el neocapitalismo para las masas consumistas. Será divertido ver a la crítica volverse cada vez más abierta y accesible a imponer a las masas lo que las masas están predispuestas a que se les imponga. En este giro de cultura apriorística y preordenada los críticos se limitarán a ser inventores de slogans. Por ahora vivimos aún de los restos de la cultura agrícola y comercial: que explica ese rasgo clásicamente idílico que hay siempre en toda la crítica literaria, no sólo italiana, y también ese rasgo ferozmente pueblerino, provinciano, en las clases bajas.
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