Samuel Feijoo
De noche
pasan en grandes vagones con ruedas, «rastras», rumbo a la capital, donde serán
sacrificadas. Todas las noches se las ve pasar sin que se les oiga un mugido.
Van azoradas, de pie. De pie, por leguas de viaje. Cuando alguna se echa sube
el camionero y la púa con una vara eléctrica. Al doloroso chispazo se
incorpora, nerviosa.
Las
nerviosas, curiosas, mágicas vacas van al matadero, por millares, noche tras
noche, año trasaño. El negocio de la carne.
Las amo
mucho, día a día estamos conviviendo
juntos,
juncos acostándonos sobre la yerba, juntos oliéndonos mutuamente, nerviosos
todos, pacíficos todos, todos en la yerba y bajo el sol y la brisa.
La vaca, y su
andar de reina, de lentitud sagrada,
de paso lleno
de aire y con la pureza primera del
andar en
grande majestad y tranquila gloria.
Recuerdo la
primera vez en que vi el crimen.
Mi amigo
Humberto estaba tuberculosa e iba por
la prima mañana
al matadero rural a beber sangre de arteria de vaca. Fui una vez y salí pálido,
pero lo vi, y soy el testigo de los poetas y del amoroso mundo. La hicieron
entrar en un sucio local oliendo a sangre, y le doblaron la cabeza y luego la
amadrinaron a un palo, de modo que su noble cuello se ofrecía sin resistencia
al gran cuchillo. El matarife se lo enterró en la vena ancha y salió el chorro,
lo vi, rojo bermellón, cesó un instante, y con
el fuerte
latido, salió otro chorro, que llegó al jarro
de Humberto
sostenido por el matarife en su mano derecha. Dio un mugido poderoso, un mugido
de muerte, y no hacía resistencia. Cada vez el golpe del pulso de su arteria
era menor. . . Dobló sus patas, una a una, y se arrodilló, y luego calló de
lado, resollando espantosamente. Se asfixiaba, sus pulmones reclamaban aire con
toda angustia. ¡Quéestirón el de sus ijares! ¡Qué tormento de la carne
de los seres
vivientes asesinados en plena vida! ¡Ay, vaca hermosa, vaca mía!
Años después
fui a hacer un reportaje a un matadero citadino. Juan Liriano me había dicho
que él, inspector de mataderos en una ocasión, fue expulsado de su cargo porque
no transigía con vacas ni cerdos enfermos, a los cuales se les extirpaban «las pelotas negras de sus
cánceres» y se vendían después al pueblo, y yo quería verlo, y denunciarlo
con mi
cámara.
Entré con
Ramiro Mas Martín de compañero y
avalador y
fui a los corrales. Allí estaban. Las iban metiendo por un pontoncillo, que las
conducía a la muerte. Antes de entrar en el matadero se rehusaban. Mugían.
Reculaban. Con garrotes les pegaban para que entraran. Grandes mazazos en el
lomo, las ancas, la cabeza. Ellas olían desde lejos la sangre de sus compañeras
y se resistían, miedosas.
Veía sus ojos
empavorecidos, oía sus resoplidos de terror. Algunas temblaban de tal modo que
se caían al suelo. Las vi. Temblaba la carne que iba a ser sacrificada al hombre
del pueblo, la carne viviente, en plenitud de vida... Las esperaba el
puntillero, un hábil, seco mulato, achinado, quien introducía un cuchillo afilado
y largo en sus testas y las vacas se desplomaban ruidosas sobre la sangre de
las otras. En el suelo seguían temblando y resollando vigorosamente. Las vi
largamente. De allí las arrastraban al gran matadero interior, halándolas con
sogas. Allí las apuñaleaban, vivas las vacas, y la sangre fluía por cinco o
seis canales rojos que salían de las distintas vacas postradas que iban a morir
entre mugidos suaves y resuellos, rápidos.
Entonces vi,
yo lo vi, en todas, cómo, medio vivas, les abrían el vientre, y vi cómo se
estiraban los músculos, cómo palpitaban porque vivas les abrían las entrañas.
Pues había que matar a muchas y el trabajo urgía. Lo vi todo; vi cómo, ya en el
gancho la media res colgada, temblaban los músculos, mientras se oían al lado
los chapotazos de las vacas desplomadas por el puntillazo, y, un poco atrás los
mugidos de terror de las que iban entrando a la puntilla, empujadas a la muerte
a garrotazos y gritos.