lunes, 23 de abril de 2012

LOS LÚNES DE SIGNOS: HADO CRUDO DE LAS VACAS.



Samuel Feijoo

De noche pasan en grandes vagones con ruedas, «rastras», rumbo a la capital, donde serán sacrificadas. Todas las noches se las ve pasar sin que se les oiga un mugido. Van azoradas, de pie. De pie, por leguas de viaje. Cuando alguna se echa sube el camionero y la púa con una vara eléctrica. Al doloroso chispazo se incorpora, nerviosa.
Las nerviosas, curiosas, mágicas vacas van al matadero, por millares, noche tras noche, año trasaño. El negocio de la carne.

Las amo mucho, día a día estamos conviviendo
juntos, juncos acostándonos sobre la yerba, juntos oliéndonos mutuamente, nerviosos todos, pacíficos todos, todos en la yerba y bajo el sol y la brisa.

La vaca, y su andar de reina, de lentitud sagrada,
de paso lleno de aire y con la pureza primera del
andar en grande majestad y tranquila gloria.
Recuerdo la primera vez en que vi el crimen.
Mi amigo Humberto estaba tuberculosa e iba por
la prima mañana al matadero rural a beber sangre de arteria de vaca. Fui una vez y salí pálido, pero lo vi, y soy el testigo de los poetas y del amoroso mundo. La hicieron entrar en un sucio local oliendo a sangre, y le doblaron la cabeza y luego la amadrinaron a un palo, de modo que su noble cuello se ofrecía sin resistencia al gran cuchillo. El matarife se lo enterró en la vena ancha y salió el chorro, lo vi, rojo bermellón, cesó un instante, y con
el fuerte latido, salió otro chorro, que llegó al jarro
de Humberto sostenido por el matarife en su mano derecha. Dio un mugido poderoso, un mugido de muerte, y no hacía resistencia. Cada vez el golpe del pulso de su arteria era menor. . . Dobló sus patas, una a una, y se arrodilló, y luego calló de lado, resollando espantosamente. Se asfixiaba, sus pulmones reclamaban aire con toda angustia. ¡Quéestirón el de sus ijares! ¡Qué tormento de la carne
de los seres vivientes asesinados en plena vida! ¡Ay, vaca hermosa, vaca mía!
Años después fui a hacer un reportaje a un matadero citadino. Juan Liriano me había dicho que él, inspector de mataderos en una ocasión, fue expulsado de su cargo porque no transigía con vacas ni cerdos enfermos, a los cuales se les  extirpaban «las pelotas negras de sus cánceres» y se vendían después al pueblo, y yo quería verlo, y denunciarlo
con mi cámara.
Entré con Ramiro Mas Martín de compañero y
avalador y fui a los corrales. Allí estaban. Las iban metiendo por un pontoncillo, que las conducía a la muerte. Antes de entrar en el matadero se rehusaban. Mugían. Reculaban. Con garrotes les pegaban para que entraran. Grandes mazazos en el lomo, las ancas, la cabeza. Ellas olían desde lejos la sangre de sus compañeras y se resistían, miedosas.
Veía sus ojos empavorecidos, oía sus resoplidos de terror. Algunas temblaban de tal modo que se caían al suelo. Las vi. Temblaba la carne que iba a ser sacrificada al hombre del pueblo, la carne viviente, en plenitud de vida... Las esperaba el puntillero, un hábil, seco mulato, achinado, quien introducía un cuchillo afilado y largo en sus testas y las vacas se desplomaban ruidosas sobre la sangre de las otras. En el suelo seguían temblando y resollando vigorosamente. Las vi largamente. De allí las arrastraban al gran matadero interior, halándolas con sogas. Allí las apuñaleaban, vivas las vacas, y la sangre fluía por cinco o seis canales rojos que salían de las distintas vacas postradas que iban a morir entre mugidos suaves y resuellos, rápidos.
Entonces vi, yo lo vi, en todas, cómo, medio vivas, les abrían el vientre, y vi cómo se estiraban los músculos, cómo palpitaban porque vivas les abrían las entrañas. Pues había que matar a muchas y el trabajo urgía. Lo vi todo; vi cómo, ya en el gancho la media res colgada, temblaban los músculos, mientras se oían al lado los chapotazos de las vacas desplomadas por el puntillazo, y, un poco atrás los mugidos de terror de las que iban entrando a la puntilla, empujadas a la muerte a garrotazos y gritos.


Powered By Blogger