No sé exactamente cuándo fue que vi La primera carga al machete (1969) de Manuel Octavio Gómez, pero lo curioso es que la recomendación de verla había llegado junto con Quiero la cabeza de Alfredo García de Sam Peckinpah. A su manera, ambas son cintas perturbadoras, y ahora no puedo mencionar una sin dejar de pensar en la otra.
Por obviedad geográfica, la primera fue La primera…, filme que se inscribe dentro del cine épico cubano de los 60-70. Películas en blanco y negro como salidas de un libro de historia con actores que también podías volver a ver a las siete y media en las “aventuras” televisivas. La épica histórica se mezclaba entonces con una sensación de irrealidad, potenciada por el discurso cinematográfico. El cine era algo que existía en ese otro lado, una especie de zona intermedia, difusa, que no sabes bien dónde queda. Y la violencia contribuía a esa ambiguedad. Mi abuela me dijo un día cuando estaba viendoSandokan, el tigre de la Malasia que aquellas personas no morían con los sablazos y los disparos, que todo era mentira, y me vino a la mente el día que asaltamos la escuela primaria en una reconstrucción del asalto al palacio presidencial, todos los niños llevamos nuestras propias armas de la casa, mientras otros se hacían los muertos (de mentirita, como en Sandokan) con rifles galácticos, pistolas transparentes de agua o mi réplica de un M-16 plástico usado por el US/army en Vietnam (que mi padre había comprado a un marinero).
Muchos son los ejemplos significativos de este cine épico, como Cuba 58(1962) de Jorge Fraga y José Miguel García Ascot, Realengo 18 (1961) de Oscar Torres y Eduardo Manet, El joven rebelde (1962) de Julio García Espinosa (quizás la menos épica y más profundamente neorrealista), Hombres de mal tiempo (1968) de Alejandro Saderman (que, aunque documental, puede incluirse dentro de esta lista), Historias de la revolución (1960) de Tomás Gutierrez Alea, Manuela (1966) y Lucía (1968), ambas de Humberto Solás con la colaboración en la fotografía de Jorge Herrera, quien sería parte vital junto al director Manuel Octavio Gómez en la creación de La primera carga al machete. Ya Manuel Octavio tenía realizado otro largometraje de ficción a mi juicio exquisito, Tulipa (1967), también con fotografía de Jorge Herrera.Tulipa era un filme académico por decirlo de alguna manera cercano al cine tradicional y aunque también tocaba la situación de la Cuba anterior a la revolución, era a su vez intimista y vernáculo.
El neorrealismo italiano había influenciado notablemente aquel cine naciente, con algo también de realismo socialista ruso (aunque muchos intenten negarlo) el cual tuvo su destacada irrupción con Soy Cuba, festín visual de los rusos Mikhail Kalatozov y Sergey Urusevsky. Pero quizás La primera carga al machete brota directamente de otra fuerte y creativa cinematografía, la brasilera, influencia en Manuel Octavio que tendrá su colofón con Los días del agua (1971).
Esta cercanía con el Cinema Novo en La primera carga… se observa a simple vista en el tratamiento estético y visual pero también en la conciencia política expuesta en la misma a la hora de estructurarse como obra, algo que caracterizó este cine cubano y que elevó su valor estético por encima del simple panfleto al que estaban destinadas muchas de estas cintas: conciencia de realizar una película en el Tercer Mundo exponiendo, al mismo tiempo, una tesis sobre lo que es el Tercer Mundo.
La censura de la época también era algo a tener en cuenta. Si un cineasta quería hacer algo que pudiera llegar a verse en pantalla tenía que elegir un tema que no resultara incómodo. La primera epopeya donde los cubanos se lanzaron sin otra arma que el doméstico machete a conquistar la libertad, justo en el centenario de aquel hecho de la historia patria, suponía la posibilidad concreta de poderse realizar sin problema según los lineamientos establecidos.
La primera carga al machete es un documento estético, de análisis de la historia cubana. Por encima del hecho anecdótico, machete, pelea, ganas de libertad y sobre todo conflictos de identidad, entropía de una acción que comenzó aquel lejano año de 1869 cuando un grupo de mambises asaltó a la fuerza colonial española, está el “lanzarse”, el “tirarse”, la valentía como elemento de identidad nacional y, por supuesto, la idea de la inmolación, suicidio o martirio colectivo devenido finalmente orgía o carnaval (Bajtín meet Pello el Afrokan): aquí puede estar la clave brasilera “tropicalista”, auténticamente asumida por Manuel Octavio Gómez, que por cierto había hecho estudios de publicidad en los 50.
La producción fue una verdadera proeza según cuentan los testimonios, el rodaje en un remoto campo cerca de las locaciones reales donde tuvo lugar la acción histórica, el clima no siempre amigable, las penurias de una no necesariamente organizada industria cinematográfica pero que ponía todos sus recursos en un filme que aunque una superproducción era a su vez un intento de experimentación visual bastante significativo dentro del cine cubano en aquel momento. El alejamiento de la narración tradicional, los insertos de entrevistas documentales, la presencia de Pablo Milanés como juglar que va intercalando cada uno de los momentos de la curiosa estructura narrativa de la misma y una irrefrenable cámara en mano que busca sumergir al espectador no sólo como testigo sino como actor directo de los hechos, interactuando dentro de una obra totalmente libre que, como bien dijo Julio García Espinosa, “estaba más cerca de Brecht que de Aristóteles”.
Famosas son las anécdotas sobre los cientos de minusválidos que se usaron como extras, o los improvisados inventos técnicos que se aplicaron a la hora del rodaje con la cámara y el sonido, todo el trabajo de postproducción y el fuerte solarizado en el celuloide, descarnado sello de la película, que es al mismo tiempo un filme de arte y ensayo y un panfleto político, un cine de encuesta y un documental/ficción/ docudrama, quizás un tratado sobre la cubanía, un ejercicio de esa creatividad esencial del cine como ese espectáculo de feria que nunca ha dejado de ser.
Magdiel Aspillaga.