
Por Liliana Artiles y Andrés Álvarez
En el contexto cultural de la modernidad, asociado fundamentalmente al proyecto ilustrado y su universalismo intrínseco, soslayaba el territorio, afianzando el supuesto de que lo bueno para Europa debía ser, por transitividad, esencialmente bueno también para los países que esta colonizaba. Por tal vía la tan vapuleada modernidad negó de hecho la alteridad, desvalorizando la capacidad de las matrices simbólicas de reinterpretar y rearticular los elementos recibidos. La modernidad pretendió liberar al hombre de los mitos del poder y se dispuso a arrasar con todo, sin indagar la racionalidad diferente que la sostenía. Destruyendo la diversidad del mundo, desterritorializó al pensamiento y ya en su fase más tardía, desestructuró los sujetos colectivos, interrumpiendo su proceso histórico. Los países centrales se desarrollaron a expensas de los países de la periferia, con lo cual el mito del progreso terminó desplazando al progreso real, lo nuevo se valora por su carácter de nuevo, sin detenerse demasiado en su calidad intrínseca ni de lo que destruye al construirse. Lo no occidentalizado o lo occidentalizado a medias solamente, se vio como una forma de barbarie, que legitimó el genocidio, la deculturación y el silenciamiento. Lo indígena e incluso lo hispánico colonial, se consideraron rémoras al progreso. Se construyó otra historia y se llama entonces cultura nacional, no a la realidad verificable, sino a un proyecto que negaba o folklorizaba nuestras raíces, en lugar de promover un crecimiento desde dentro a partir de su propia dinámica. La falta de autodeterminación estética y la crisis de un pensamiento que ahonde en reflexiones determinantes sobre el panorama visual latinoamericano independiente del hegemónico, a la misma altura y claridad de este, son la constatación de un decadentismo subjetual, lo mismo en su nivel de colectividad que en el plano individual del sujeto.
El fenómeno moda ha sido pocas veces analizado asumiendo posturas desde la filosofía, por cuanto los acercamientos sistemáticos que al mismo se han efectuado, siempre han estado marcados por análisis centralmente sociológicos y antropológicos, psicológicos y sicoanalíticos, históricos y económicos. Tales enfoques categoriales han tratado de desentrañar este evento sin dar por sentado de antemano su irracionalidad, frivolidad, o bien su carácter de menudencia empírica, radicalmente alejada de la atalaya filosófica tradicionalista: a la manera de Kant quedaría resumida a mera generalidad empírica o atendiendo los presupuestos gadamerianos sólo el buen gusto puede ser considerado trascendental a priori. Tampoco una filosofía estructuralista alcanzaría el status de verdadera filosofía de la moda, por cuanto sus análisis no logran desbordar el plano lingüístico de la moda descrita. No obstante desde que Simmel ensayara su Filosofía de la moda, donde señala como la moda misma no ha dejado de incorporarse en nuestras prácticas al modo de Bourdieu, afectando a la vez que es afectada por procesos estructurales de primer orden, aunque todo ello sin merecer, parejamente, un estudio filosófico académico de carácter específico. No tratándose ya del olvido del Ser, sino como escribía Heidegger, del olvido y la represión de sus modos. Tampoco los filósofos desentrañadores de las problemáticas postmodernas, con sus constantes referencias sobre el sentido de la modernidad, han prestado atención particular a la forma de cómo esta modernidad se imprime realmente en los cuerpos a través, no sólo de los modos del discurso (en el nivel macro de los relatos), sino también de las modas en el vestir (en el nivel micro) relacionado esencialmente con las prácticas (si se quiere, en un sentido más fenomenológico) y con la lógica económico-política de la producción. Lo que vuelve a la moda un asunto de interés crítico para una filosofía materialista, desde el presente, es que no se trata sólo de un asunto de conciencia, sino ante todo de un asunto de cuerpo, pues el vestuario no se considera un accidente antropológico, una especie de epifenómeno sin importancia, sino que justamente se encuentra en el centro de la condición humana específica (en su proceso de humanización en cuanto puede diferenciarse este del proceso de hominización).
Partiendo del análisis de la moda como modus, en cuanto idea ontológica por excelencia (y no ya categoría sociológica, psicológica o antropológica) y dialécticamente implicada con la idea de substancia; inaugurando todo un sistema de oposiciones binarias que el análisis filosófico se encargaría de recorrer: apariencias y ser, moda y vanguardias, moda y arte, moderno y clásico. Porque la moda, en cuanto idea, atraviesa las más diversas categorías y convoca a un análisis específico del cuerpo como término de partida y llegada de la misma crítica filosófica.
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