martes, 7 de abril de 2009

Caracteres del lenguaje sígnico de la moda en el contexto cultural moderno y postmoderno.



Por Liliana Artiles y Andrés Álvarez

En el contexto cultural de la modernidad, asociado fundamentalmente al proyecto ilustrado y su universalismo intrínseco, soslayaba el territorio, afianzando el supuesto de que lo bueno para Europa debía ser, por transitividad, esencialmente bueno también para los países que esta colonizaba. Por tal vía la tan vapuleada modernidad negó de hecho la alteridad, desvalorizando la capacidad de las matrices simbólicas de reinterpretar y rearticular los elementos recibidos. La modernidad pretendió liberar al hombre de los mitos del poder y se dispuso a arrasar con todo, sin indagar la racionalidad diferente que la sostenía. Destruyendo la diversidad del mundo, desterritorializó al pensamiento y ya en su fase más tardía, desestructuró los sujetos colectivos, interrumpiendo su proceso histórico. Los países centrales se desarrollaron a expensas de los países de la periferia, con lo cual el mito del progreso terminó desplazando al progreso real, lo nuevo se valora por su carácter de nuevo, sin detenerse demasiado en su calidad intrínseca ni de lo que destruye al construirse. Lo no occidentalizado o lo occidentalizado a medias solamente, se vio como una forma de barbarie, que legitimó el genocidio, la deculturación y el silenciamiento. Lo indígena e incluso lo hispánico colonial, se consideraron rémoras al progreso. Se construyó otra historia y se llama entonces cultura nacional, no a la realidad verificable, sino a un proyecto que negaba o folklorizaba nuestras raíces, en lugar de promover un crecimiento desde dentro a partir de su propia dinámica. La falta de autodeterminación estética y la crisis de un pensamiento que ahonde en reflexiones determinantes sobre el panorama visual latinoamericano independiente del hegemónico, a la misma altura y claridad de este, son la constatación de un decadentismo subjetual, lo mismo en su nivel de colectividad que en el plano individual del sujeto.

El fenómeno moda ha sido pocas veces analizado asumiendo posturas desde la filosofía, por cuanto los acercamientos sistemáticos que al mismo se han efectuado, siempre han estado marcados por análisis centralmente sociológicos y antropológicos, psicológicos y sicoanalíticos, históricos y económicos. Tales enfoques categoriales han tratado de desentrañar este evento sin dar por sentado de antemano su irracionalidad, frivolidad, o bien su carácter de menudencia empírica, radicalmente alejada de la atalaya filosófica tradicionalista: a la manera de Kant quedaría resumida a mera generalidad empírica o atendiendo los presupuestos gadamerianos sólo el buen gusto puede ser considerado trascendental a priori. Tampoco una filosofía estructuralista alcanzaría el status de verdadera filosofía de la moda, por cuanto sus análisis no logran desbordar el plano lingüístico de la moda descrita. No obstante desde que Simmel ensayara su Filosofía de la moda, donde señala como la moda misma no ha dejado de incorporarse en nuestras prácticas al modo de Bourdieu, afectando a la vez que es afectada por procesos estructurales de primer orden, aunque todo ello sin merecer, parejamente, un estudio filosófico académico de carácter específico. No tratándose ya del olvido del Ser, sino como escribía Heidegger, del olvido y la represión de sus modos. Tampoco los filósofos desentrañadores de las problemáticas postmodernas, con sus constantes referencias sobre el sentido de la modernidad, han prestado atención particular a la forma de cómo esta modernidad se imprime realmente en los cuerpos a través, no sólo de los modos del discurso (en el nivel macro de los relatos), sino también de las modas en el vestir (en el nivel micro) relacionado esencialmente con las prácticas (si se quiere, en un sentido más fenomenológico) y con la lógica económico-política de la producción. Lo que vuelve a la moda un asunto de interés crítico para una filosofía materialista, desde el presente, es que no se trata sólo de un asunto de conciencia, sino ante todo de un asunto de cuerpo, pues el vestuario no se considera un accidente antropológico, una especie de epifenómeno sin importancia, sino que justamente se encuentra en el centro de la condición humana específica (en su proceso de humanización en cuanto puede diferenciarse este del proceso de hominización).

Partiendo del análisis de la moda como modus, en cuanto idea ontológica por excelencia (y no ya categoría sociológica, psicológica o antropológica) y dialécticamente implicada con la idea de substancia; inaugurando todo un sistema de oposiciones binarias que el análisis filosófico se encargaría de recorrer: apariencias y ser, moda y vanguardias, moda y arte, moderno y clásico. Porque la moda, en cuanto idea, atraviesa las más diversas categorías y convoca a un análisis específico del cuerpo como término de partida y llegada de la misma crítica filosófica.



Modulando la idea de moda, esta podría entenderse de dos maneras: la moda en su caso especifico de vestuario y como fenómeno más general que incluye los usos del cuerpo y todo lo que respecta a tendencias generalizadoras de actitudes y comportamientos individuales o colectivos, distinguiéndose por lo que media entre el vestir que incluye los accesorios y la modernidad. Distinción que se aclara apelando a la noción de símbolo, por cuanto la moda como símbolo reúne según lo tratado todo un mundo sensible o material (el vestuario y los aditamentos con su respectiva referencia al cuerpo y las prácticas corporales) y un mundo ideológico (vinculado a las ideas propugnadas por la modernidad y la postmodernidad que incluyen el liberalismo, el individualismo, el narcisismo).

Particularidades de la moda.

La moda implica la intrumentalización de determinados usos y costumbres y su variación o muerte. Permite la circulación de una serie de valores que se potencian en su poder sígnico dentro del espacio social.

Constituye un refugio de la individualidad incapacitada para gestar cambios a partir de sus decisiones en los macroespacios de la vida social.

”No sólo domina nuestra visión del mundo, sino que hace de lo efímero nuestra certeza sensible, llena nuestros oídos, determina, en forma urgente, nuestra estética moral, nuestras miméticas conductas y hasta preconiza un sentido de la idea del bien individual y social”1.

Es decir que la concienciación de una individualidad y las prácticas que ellas conforman resarcen en el plano de lo cotidiano la nulidad del sujeto en el accionar político, económico, productivo, etc.

El fenómeno del vestir implica una imantación en el cuerpo de determinado discurso y su relación con prácticas inherentes a ciertas lógicas económicas y políticas.

La dinámica cultural opera con principios paralelos a los del sistema de la moda en su proceso de funcionalización. La moda como símbolo encarna en sus prácticas y usos un estado cultural o al menos lo devela en su carácter “subjetivo” u “objetivo”.

Esta, en el panorama de la cultura occidental se presenta como activo agente globalizador y a su vez sólo se entroniza debido a que el fenómeno de la globalización se instaura arropado en su carácter modernista, de modo implícito, y sobrepasa cualquier marco de nacionalidad para su justificación. La moda se encumbra mediante la subjetividad que implica la modernización desde los tiempos de conquista, y para esto debe barrer o succionar y posteriormente vaciar todo lo que implique tradición. Si acaso remarca los valores de la tradición pero sólo desde el presente.

La moda se entroniza a través de oposiciones relativamente binarias: naturaleza/ artificio, tropical/ templado, exotismo /austeridad, sofisticación/

”corrientes sucias”, etc., donde uno es el triunfador de acuerdo a las condicionalidades, tanto de demanda mercantil como de contexto.

Los planteamientos de una acción modernizadora en Latinoamérica no hacen sino demostrar como la llamado periferia queda reflejada más como objeto de una imagen producida por el centro de acuerdo a sus propios mitos y esteriotipos, que como sujeto que se revela a otros de por si.



La apropiación cultural y la hibridez simbólica.

La hibridez con que opera la moda permite el pulso de las zonas de centro y periferia, donde se estandarizan los escenarios, utensilios, adornos, etc., que implica generalmente una inversión, vaciamiento de determinadas formas de conciencia histórico/cultural, y establece el disfraz de varios sistemas simbólicos. Estos se estilizan y pueden concluir en el kitsch o rendidos ante la cultura de masas.

Las grandes casas y firmas dictadoras o regidoras de la moda, después de aquella revolución exótica de los sesenta y setenta, se han valido de la apropiación para oxigenar nuevas tendencias, así como para lograr una conexión con las minorías culturales y su inclusión dentro de la narrativa mundial. Estos grupos periféricos generalmente advierten el referente y pueden rendirse ante el símbolo o estereotipo, o repelerlo de una forma pasiva. Lo cierto es que esa conexión permite la asunción por parte de estos individuos de otros referentes que, de cierto modo, pactan su subordinación a la dominación cultural. Tales apropiaciones, generalmente se dan en el plano formal y desligadas de toda una ideología, un sustrato religioso o a cualquier otra particularidad cultural.

Nada de esto es tan macabro, sino sólo en el momento en punto en que se produce un distanciamiento del sujeto hacia su propia cultura, una no concientización, y esta es aprehendida o interpretada a través del propio referente ya adulterado y puesto a funcionar por las instancias dominadoras.

Los sujetos culturales de las periferias pasarían a constituir “victimas de la moda” debido a que su presencia en el fenómeno de la moda se instaurara desde la apropiación simiesca, desde una subordinación a los grandes dictados, en aras de legitimarse como sujeto moderno civilizado.

El propio enfrentamiento cultural de nacionalidades que impone el fenómeno también genera la adjetivación de ciertas modas. Una moda garantiza su aceptación según el concierto que se establezca por parte de la gran narrativa global. No es lo mismo una moda inglesa, americana, con referentes africanos o asiáticos o alguna que presenten elementos más visibles de la cultura de masas o cultura de “élite”.

Bourdieu reconoce la existencia de una nueva clasificación cuando se refiere al individuo en el actual momento cultural; “clase simbólica”. La moda determina un individuo que se identifica con una actitud ante la vida, una corriente de pensamiento, una escala de valores, es decir un individuo micro-distinto. La irreverente clasificación parte de la asociación que se puede establecer con respecto a la clase o estrato social del individuo de acuerdo con el atuendo, estilización de este y procedencia del mismo. La moda en este caso funge como diferenciadora de clase y de un sujeto cultural diferenciado del resto de la masa.

Una parte importante la tiene la fetichización de la imagen icónica. Generalmente dichos iconos se asocian con un proceder o una ideología y son vaciados de su contenido al ser usados indiscriminadamente por el mercado, que de cierto modo, los liga con una actitud ante la vida. Pasan estos a crear identidades desde lo aparencial, una herramienta de la que el mecanismo siempre se ha valido.

Es muy interesante el fenómeno de los iconos. Estos primero tuvieron la condición de imagen., de imagen definida por proceder de cualquier campo de la visualidad. Esta, antes de transitar a imagen constituía un ente, es decir un individuo o expresión social y cultural que representaba cierta aprehensión o cosmovisión del mundo muy particular. Dicho ente era un productor de discurso pasivo o activo. De productor de discursos transita a imagen en el momento en punto en que se asocia en su representacionalidad con una ideología o modos de vida. Se estable como elemento que aúna un grupo de individuos que comparten los mismos ideologemas. Ya aquí se inicia su fase icónica.

Con la gran efervescencia de la cultura de masa, de la industria global y la fetichizacion mercantil, el icono comienza a transitar por su fase de producto. Después sobrevendrán el vaciamiento simbólico y las remantizaciones. Tenemos dos ejemplos claros en la figura del Che Guevara y Bod Marley o en los grandes movimientos sociales hippie de los ’60.

La moda y la identidad genérica

La moda como elemento parametral de la cultura puede verse según la identidad genérica y la identidad específica, cuando la moda se identifique con la mujer o la cultura femenina.

La mujer ha sido asociada con las inconstancias de la moda, el exhibicionismo banal y el narcisismo. En realidad, esta asociación puede explicar parcialmente la marginación de la moda dentro de la teoría social, razón por la que se ha considerado «frívola», un sinsentido efímero indigno de la atención académica seria.

Desde el análisis de Bourdieu, las mujeres podrían aparecer, genéricamente, como «víctimas» del dominio simbólico masculino y sus prejuicios míticos. Pues, en cuanto «víctimas», y aunque despojadas de los caracteres arquetípicos amenazantes vinculados con lo femenino (“desde las sirenas o ménades de la antigüedad clásica a las femme fatale hollywoodenses, pasando por la Eva originaria en cuanto introductora del primer «adorno» de la humanidad, la hoja de la higuera, con el que se fundaría míticamente el principio de seducción”)2, aún continúan reflejando los prejuicios desfavorables basados en la supuesta debilidad «natural» o la inferioridad psicológica de este sexo (según los análisis de Hillman,)

El resultado es que la moda crea mujeres serviles cuya función social se limita a la representación de «bienes inmuebles» propiedad de los hombres. La moda tiraniza a las mujeres genéricamente, con sus pesados vestidos y estrictos reglamentos estéticos; las convierte en esclavas exquisitas. Se rechaza la moda, en resolución, desde criterios utilitaristas. Como en el análisis marxista, la moda deviene «irracionalidad» y «derroche vergonzoso» que habrá de ser eliminado, suponemos, desde una organización más «racional» del mundo. En suma la mujer victoriana aparece como víctima de la moda, por cuanto esta se encuentra definida por el principio de distinción jerárquica y del «bien inmueble» masculino.

Atendiendo a Esther Fischer-Homberger, cuando se habla de «fashion victims» (en sentido genérico) tiene que analizarse todo lo que respecta a la misoginia, las huellas de la conciencia patriarcal y la dominación masculina (no como dominio de los hombres sobre las mujeres, sino como dominio de los valores fuertes masculinos, patriarcales asociados con el honor, la producción y el logos fálico). O tratando a Simmel en sus acercamientos a la cultura femenina (entendida sobre todo en sentido subjetual, y no ya como cultura animi, sino más precisamente como culto del cuerpo, de sus apariencias, la coquetería, el vestido, los adornos), y atendiendo al uso mundano de la expresión anglosajona «fashion victim», la mujer misma es –según los prejuicios patriarcal-racionalistas– una víctima de la moda en sentido genérico.

La asociación de la mujer a estos elementos, deja al margen al hombre, lo que no implica por supuesto, un carácter eternitario de estos supuestos, pues sólo acontece en la memoria de una inexistente naturaleza humana. Cuando la moda ha estado más obsesionada por la diferenciación de género, cuando la moda es más “sexuada”, es justamente en los tiempos modernos (aún sin alcanzar el grado de diferenciación del “dimorfismo victoriano”). El historiador de la moda James Laver propuso que la más significativa división en lo que respecta a la ropa no ha sido entre los géneros, sino entre las prendas ‘drapeadas’ y ‘entalladas’. Por su parte, Flügel, en su célebre ensayo sobre «Psicología de la moda» describe el proceso de la gran renuncia masculina, mediante el cual el hombre deja de ser hermoso, y ello ante todo por el efecto de la ética protestante que va contra el espíritu de la aristocracia. Lo que el hombre quiere ser, a partir de la ética protestante del trabajo, no es bello o deseable, sino eficiente. Sin embargo, en último análisis, el mismo Flügel analiza las diferencias genéricas: los hombres y las mujeres, según él, son distintos por naturaleza: la mujer es mas narcisista, más sexual y más competitiva; pero los hombres, por su tendencia al uniformismo (reflejado en el sobrio traje y corbata) resultan más solidarios entre sí.

Pese a todo, sigue siendo substancialmente cierta la asociación entre moda y mujer, como un rasgo dominante en nuestras sociedades. Y todo ello, sin perjuicio de que el hombre ha ido incrementado progresivamente su interés por las modas. Un tercer hombre narcisista (parafraseando el título lipovetskiano) mediando entre el conservadurismo basado en el paradigma de la eficacia (encarnado por el hombre eficiente según la ética protestante del trabajo) y la vanguardia estética basada en el paradigma del placer (encarnado, como límite estético, en el homosexual hedonista y feminizado) está ganando de nuevo su interés por parecer «bello».

Parece obvio que los análisis centrados en las burguesas ociosas de fines del XIX no resultan aplicables salva veritate a la mujer trabajadora, emancipada y hedonista del siglo XXI (siempre que tengamos a la vista los estados parlamentario-democráticos del primer mundo y sus sociedades satisfechas y económicamente opulentas). Después del individualismo narcisista, la “segunda revolución individualista” definida por Lipovetsky, la ética protestante del deber llega al momento de su declive (Lipovesky,) y los valores permisivos, hedonistas y psicologistas relevan a los valores disciplinarios y rigoristas, que eran los dominantes en la cultura del individualismo burgués hasta el desarrollo del consumo y de la comunicación masiva. El consumo jerárquico basado en el principio de distinción (Bourdieu) según el status social cede el paso ante el consumo lúdico basado en el paradigma del confort, del status símbolo, del look personal y la auto-realización. La mujer posmoderna (y ciudadana del primer mundo) ya no gana su valor en cuanto “bien inmueble” del hombre, no se define ya como la gloria del varón sino que deviene valor para sí misma: la mujer escoge otros mitos para definirse, pasa de María a Venus.


Desvirtuar el símbolo.

Persisten sectores de la contracultura que subvierten los tradicionales mecanismos de diferenciación del sexo, mediados por los agentes comunicadores, que instauran la total libertad de estilos, siempre que respondan claro a un interés de comercio. De manera subjetiva a nivel de subconsciente, muy subliminal, el individuo es bombardeado con el flujo publicitario que apoya la vanguardia estética, que se convierte en tradición, cuando es desarticulada y despojada de su valor simbólico inicial. El individuo no se reconoce genéricamente, pues se subvierten los roles y se traslapan los esquemas atributivos que corresponden a cada sexo. Se intercambian aretes, fulares, corbatas, colores, elementos de la fantasía femenina y masculina, rosas de un fucsia irreverente, escotes que antes que resaltar la masculinidad, feminizan la arrogancia masculina.

En el momento de la crisis nomenológica existen estrategias propias del periodo cultural que permiten violentar el estigma que provocan los estereotipos y las identidades preconcebidas. Es el caso de la presentación de la deconstrucción de los valores de la masculinidad. Se nos presenta un travestismo como engaño y simulación que se desliga del estilo unisex preconizado por las décadas anteriores, en aras de la liberación sexual. Ya no se pretende liberar al sujeto contemporáneo de roles y tareas encomendadas por el panorama social burgués, sino anular la conciencia de sus posiciones en ese entorno social y estrovertir comportamientos y anhelos que a nivel del subconsciente han quedado reprimidos por la burocracia moderna

Una de las estrategias realmente socorridas es la practicada por los hombres gay, que se redefinen a través de sus propias estrategias de grupo -retomando patrones que determinaba una subcultura homosexual- recuperando una identidad de macho, para invertir el estereotipo que de ellos tiene el grupo dominante y deslindarse, mediante atributos propios, del grupo hegemónico. Los símbolos de la masculinidad son parodiados y puestos en duda, creando nuevas esencias en el plano de las construcciones culturales.

El diseñador en la periferia El modelo tras la androginia.

Desde la multiculturalidad el fenómeno es complejo, dado que cada moda se hace acompañar de todo un ritual y la suposición de un estilo. En América Latina, las líneas complementadas con cortes y colores ideados para un individuo de rasgos caucásicos, anula todo el esplendor y validez de una raza muy diferente. Los diseñadores de estos países a su vez, no diseñan para un sujeto nacional, sino para el sujeto global que posteriormente lo legitimará en los cenáculos de la costura occidental. Es por esto que se explica la ausencia de talentosos diseñadores jóvenes que partan de una compresión de lo nacional, en las listas de la temporada de Alta costura y pre-a-porter. Aquellos que ya han logrado un nombre en ocasiones tienen que subordinar, dentro de su conceptualización del diseño, los elementos de la tradición o si no jugar con ellos como un simple añadido exótico. Encontrando a una Carolina Herrera, un Oscar de la Renta o Francisco Ayala que anuncian sus temporadas anuales en París, Milán o Nueva York, para un publico comprador occidentalizado que exige encontrase a sí mismo dentro de la propuesta que se exhibe.

El modelo en esencia, en cuanto es construido por un creador de imágenes, solamente debe ser el que porta el producto que será exhibido en los grandes salones de moda y mercantilizado posteriormente. Tras la aparición reveladora de Twiggys, la gran musa para los grandes diseñadores en los sesenta y el rostro de toda una generación, con su delgadez extrema, su esbeltez y sus ágiles ademanes, crearía un patrón a seguir por toda mujer contemporánea. Es entonces que en los slogans publicitarios no sólo figuran los diseñadores ya legitimados, sino también un sequito de modelos seleccionados persiguiendo un canon absolutamente occidental, marcado por la anorexia y la androginia griega. Las culturas periféricas, entre ellas la latinoamericana, deseosas de todo reducto que les posibilite el olvido de su condición subalterna, sueñan con la existencia exangüe de rostros como Valeria Mazza o Giselle Bounchen, que validen una cultura complejista de sus rostros indígenas y cuerpos chatos. La cultura hispanoamericana se busca, en estos iconos que están muy lejos de la estética de las tradiciones y el contexto latino, pues responden a una política de mercado. El modelo ya no funge como perchero sino que constituye una entidad icónica que es el suspiro de aquello queremos ser, oprimidos por cuatrocientos años de coloniaje y vasallaje. Apareciendo certámenes imitativos y glamorosos con los ridículos nombres de Miss Venezuela o Miss Colombia, cuando lo que se busca no es la mujer Latinoamericana sino la mujer que responda a cabalidad con las medidas de cintura de Claudia Schieffer.

El cuerpo como espacio de representación y remantización de lo simbólico.

El individuo debido a su fragilidad frente a las grandes directrices y estrategias políticas y económicas, y a su incapacidad de cambiar el panorama social mediante su accionar directo, se escuda en la extensión de su propia piel como espacio de accionar plástico. Este advierte la geografía corporal como un medio para defender su identidad. Esto se refracta en un constante sentido de accidentalidad del marco vital inmediato y también en la inclusión de adornos: collares, perforaciones en la oreja, aletas de la nariz y tatuajes.

Esta nueva moda de perforaciones y tatuajes, primeramente ligada a los grupos marginalizados y que encuentra su raíz real en culturas no ¨occidentalizadas¨, se han expandido gracias al mercado que emplea formas más apegadas a los referentes figurativos metabolizados por occidente, aún cuando estos provienen de otras culturas (¨primitivas¨).

Sin dudas la moda hace del cuerpo su cimero escenario de representación. Se fuerzan los límites naturales de este en aras de logran una serie de patrones que se avengan con los criterios de belleza.

El cuerpo femenino se presenta, en occidente como el gran espacio de transformación dentro del credo patriarcal. Dietas, fajas modeladoras, spas, intensivas sesiones de maquillaje constituyen todo un transitus para el cuerpo, que tiene como finalidad legitimarse dentro de un patrón.

En las culturas no occidentales la intervención del espacio corporal es un hecho indispensable ya que dicha acción no se concibe, a la manera occidental, como invasión de la armonía natural; sino que esta es necesaria como completamiento de la creación de la naturaleza, es decir, el perfeccionamiento de la belleza natural. En occidente la ruptura del espacio corporal también se realiza con fines estéticos; con la diferencia de que aquí sería un valor agregado no imprescindible.

Al igual que el arte, la moda sigue las leyes del progreso técnico y se autonomiza con respecto a la belleza. Comprobamos más recientemente la autonomía del vestir en cuanto su filiación al cuerpo, el diseño, incluso del vestir mismo: las últimas tendencias consisten específicamente en reconstruir el vestido.

Un rol importante dentro del fenómeno lo juega la metamorfosis, el disfraz y el travestismo. La moda también supone una simulación de patrones que logran liberal al individuo del aspecto habitual o intentar exteriorizar una personalidad: la creación de un personaje, hecho este que lo libera de sus miedos e inhibiciones.

Por su parte la metamorfosis se da como el intento de romper lo establecido. En ella se perciben como propias las características del otro. Se trata a su vez de una hiperdemarcación de los atributos que identifican un grupo y que en verdad no son más que el esteriotipo de estos. De un esteriotipo entendido como la mirada que el otro tiene sobre el sujeto y que pacta una identidad clausurada debido a la generalización

Coda.

La academia y los espacios de discusión reflexiva y teórica, han consensuado, que el fenómeno de la moda en el vestir y otras manifestaciones culturales, que también implica la puesta en práctica de usos y costumbres: son harto reveladoras para todo abordaje y la cabal comprensión de la lógica cultural contemporánea. Son diversos los sentidos que puede cobrar la moda como signo, en la revelación de un discurso, de una información, mediada por ejes antropológicos, sociológicos y sicológicos.

Puede hablarse de la estatización de lo real, en la medida en hay mucho de artisticidad en la elaboración de los referentes visuales que la publicidad emplea. Esto se desplaza al campo de la moda y su palafernaria, en que fluyen incesantemente elementos visuales extraídos de disímiles matrices culturales, que a la larga demuestra la validez del principio de la multiplicidad que le ha sido otorgado al actual momento cultural.

Los mismos patrones que rigen los centros de poder, no pueden fungir como estandartes para determinar las realidades culturales y otros tipos de las mayorías periféricas. Aún cuando se intente resarcir el panorama cultural marginado, la incompetencia de los análisis que de este se hacen, el desentrañamiento de las mismas.

En Latinoamérica se observan jirones tanto de modernidad como de postmodernidad. Una Latinoamérica heteróclita, que no ha renunciado al mito, y donde coexisten las supersticiones y un moralismo lapidario con los principios que rigen la vida moderna. Esto se hace extensivo al mundo del glamour.

La moda genera significados que son aprehendidos por el sujeto latinoamericano y la forma en la que se expresa, revela que son anacronismos descontextualizados y destituidos de su valor original fuera del espacio para el que fue creada. La moda en el espacio latinoamericano más que representar descentra.

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