domingo, 5 de abril de 2009

Sección “Los extraños casos de la orquídea salvaje”: Episodio 3. Lección de botánica.


Por Clarissa Muller

Tumbada en el tejado de mi casa veía los papalotes y chiringas arrebatarle ciertas condolencias a la brisa, mientras recortaba las siluetas de los vecinos y sacudía mi pelo hacia atrás para que el sudor no se acumulara en mi cuello. Silvia venía cada tarde a escuchar a The ramones y a Sex Pistols. A saber por qué nos gustaban tanto. Ella prefería escucharlos en mi grabadora viejísima que enredaba y hacía lucir a Sid Vicious como ido de revoluciones como decíamos de chiste. En su casa tenían ya algunos adelantos, su papá era marinero y siempre creía sorprenderla con alguna novedad tecnológica. Igual ella prefería reírse con la disfuncionalidad de mi tape recorder.
De esos viajes nos había contentado más que nada una fabulosa antena que nos dejaba según estuviese el tiempo, captar las señales de la FM, como también le decíamos a las emisoras gringas, donde por primera vez escuché Ironic de Alanis Morissette y Zombie de Cramberries. La música nos sacaba del paso y nos sentíamos realmente muy bien.
Silvia siempre leía en voz alta su tarea de Redacción y aunque me duele decirlo era pésima porque realmente se esforzaba. Me obligaba a darle consejos gramaticales y a finalmente rehacerle el trabajo. Decía que quería estudiar botánica, locuras supongo, porque la verdad no imaginaba a Silvia estudiando absolutamente nada.
Nuestros padres nunca nos reprocharon nada, pero advertían con recelo nuestro creciente desinterés por los muchachos del equipo de waterpolo. Silvia trajo para mí la enorme felicidad de acompañarme en mis ratos, en todos mis ratos. Habíamos planeado fugarnos en un Mustang, buscar trabajo fuera de la ciudad y tal vez vivir en un trailer cerca de la costa. Nunca nos fuimos y tocó empezar el collage. Silvia siguió viniendo a casa, llevaba flores a domicilio y yo mandaba mis diseños a pequeños atelieres que nunca me tomaban en serio.
En la fiesta de la graduación Silvia estaba impresionante, llevaba un traje de franela negro de hombre que yo le había ajustado sus medidas. Unos delgados hilos plateados rompían la perfecta visualidad del negro. Llevaba bailarinas negras cubiertas casi en su totalidad por la amplia caída del pantalón, el pelo perfectamente recogido que dejaba ver la perfecta redondez de su rostro. Menos atrevida yo había optado por un vestido soleado hasta el suelo a pesar de mis zapatos altísimos. Silvia irrumpió brillando decidida, entró al salón y colocó en mis manos un ramillete de girasoles cortados con cuidadosa premura. Hizo una reverencia solicitando mi mano. Sin querer resistirme avancé lentamente hasta el centro, Silvia puso su mano en mi cintura y me acercó tanto que casi rozamos las mejillas. Nunca entendí mi destreza en el baile de ese día, ambas odiábamos aquel ritual, habíamos decidido obviar aquella ceremonia pero estábamos allí. Silvia de repente separó su cuerpo del mío y como un acto sublime de Yves Klein me acercó otra vez tanto que alcanzó a besarme sonrojada.
Por la siguientes semanas recibí girasoles cada día al tiempo que veía a mi madre echarlos a la basura apresurada. Silvia y yo hicimos un pacto, nos colamos en la pinacoteca del pueblo y recortamos cuidadosamente aquella famosa reproducción de un cuadro de Van Gogh y la colocamos bajo mi colchón para que no se marchitara. Silvia y yo nos amamos muchas veces en el tejado de mi casa mientras recortábamos las siluetas de los vecinos contra el cielo cubierto de papalotes y chiringas.

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