lunes, 9 de agosto de 2010
Capítulo 31.- Ella no conoce el amor que historié en pergamino.
Ana Rosa Valdez
El amor es una ficción en la que siempre creí. Por eso en todas mis ficciones, sobre todo en la que vivo diariamente, me construyo como un personaje en negativo. Me pregunto si existe alguien que se muera de amor hoy en día. Y si alguna vez existió alguien con tal padecimiento hasta llegar a la locura. Mis personajes mutan según la ficción que vivo. La de todas las noches, por ejemplo, es dolorosa. Sufro una muerte en torturas y lamentos, gritos en la oscuridad, paredes arañadas, manos sudorosas y lágrimas por doquier. La del día es menos fatalista, más romántica. El sol suele convertirme en una suerte de princesa desgarbada, con zapatos sucios que pierdo bajo el armario, y colillas de cigarrillos en los rincones de la casa. Quisiera ser Margarite Duras. O Virgina Wolf envuelta en sábanas lila, como las que tenía cuando estudiaba historia del arte en La Habana. Hay otra ficción que habitualmente eludo, porque me causa una tristeza incompresible. La que vivo cuando escribo estas historias que nadie lee, que a nadie interesan, que sólo para mí tienen una importancia total, plena, como si fuesen fragmentos de aire o retacitos de agua. Sí, tan simple como eso, tan básico y eterno. Siento que todas estas historias, todas estas ficciones, todos estos personajes me acechan.Me miran como si tuvieran algo que ver con mi pasión desmedida por las tardes de verano, cuando en Camagüey hace un calor terrible y en mi ciudad el sol se esconde tras una cortina de nubes pequeñas. A veces suelo impersonar a algunos de mis personajes favoritos, como la chica que es ingenua, y que se sabe ignorante y con pensamientos sencillos, que no responde cuando le preguntan por aquel autor literario, o que no sabe bien quién asumió el cargo de ministro de medio ambiente la semana pasada. A veces, suelo impersonar a otro personaje que me tiene sesgada entre el amor y la desidia; es una chica atractiva, muy seductora, que se cubre con mucha ropa para luego ser desvestida por alguna mano poco inocente. Esa chica tiene los párpados pintados de gris oscuro, rimel negro en las pestañas y un labial color cereza que es incandescente. Me gusta escucharla cuando pone música de los sesenta, y es fantástico cuando baila “Dancing Queen” o alguna otra melodía de Abba. A veces, suelo impersonar a una diva que cae, como el audaz movimiento del trapecista al fallecer, como el mito que se derruye y no resucita. Oh Saroyan! Una diva como aquella que alguna vez amé, que se alejó de mí para siempre y que pervive en alguna ficción bajo el nombre de Jeannie.
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