martes, 15 de junio de 2010
SINFONÍAS SOBRE MI PIEL.
Por Julie De Grandy
Como todas las mañanas, avisé a Inés que me subiera el desayuno y al poco rato apareció con la bandeja inglesa de plata, portadora del servicio de café.
- ¿Desea alguna otra cosa la señora? – preguntó como una autómata.
- No gracias, Inés; te puedes retirar, – respondí forzando una leve sonrisa.
Según se marchaba, reparé por un instante en su reiterada pregunta matutina. Me parecía una pregunta estúpida. Ella trabajaba para mí y cuando yo quería algo, no dudaba en hacérselo saber. Pero esa pregunta encerraba un matiz que me molestaba. Ni yo misma sabía qué pudiera desear. La vida había sido generosa conmigo; me lo había concedido casi todo. Quizás ya no fuese tan bella ni tan joven, pero seguía siéndolo lo suficiente para aún suscitar miradas de hombres y envidias de mujeres. Sabía que podía tener a cualquier hombre, no sólo por mi belleza sino por mi dinero. Los podía seducir o los podía comprar. Era demasiado fácil para que me produjese emoción. Cuando los tenía, llegaba a detestarlos por hacerme sentir aún más vacía. No eran capaces de proporcionarme placer alguno. Para tener un orgasmo me bastaba mi mano o cualquier de los aparatito comprado en los “Sex Shops”.
Ni siquiera mis dos maridos me habían sabido hacer el amor. Sólo una vez en mi vida tuve el privilegio sagrado de hacer el amor, de fabricar el amor, de crear el amor y sentir la sublime potencia del más alto grado de amor. Sólo una vez. Muchas veces pensé que hubiese sido mejor nunca haber tenido esa experiencia. Lo malo de llegar a lo máximo, es que todo lo demás se queda pequeño.
Mientras se enfriaba un poco el café abrí el periódico. Me detuve en una foto y leí el pie. Era él, era Rolando. Rolando Mijares era…ese “Rolando”. ¿Cómo era posible que yo nunca hubiese visto su foto anteriormente? Sus CD’s no tenían su foto. Lo explicaba en el artículo, no le gustaba dejarse retratar. Yo, que conocía tan bien su música y su carrera, que había estado encantada cuando Luigi, el director de la filarmónica, me había informado que para el cierre de la temporada traerían como pianista invitado al gran Rolando Mijares, del que nunca había visto una fotografía. Las manos que sujetaban las hojas del diario empezaron a temblar. Casi no podía leer el artículo. Lo puse a un lado y eché la cabeza hacia atrás cerrando los ojos. Evoqué una vez más el más preciado recuerdo archivado en mi memoria.
Aquella tarde fui de las últimas en abordar el avión, furiosa de que no había conseguido un asiento en primera clase. Todos los vuelos a Nueva York estaban llenos en esa época en que la gente regresaba de sus vacaciones de Navidad. Con disgusto, recorrí el largo pasillo. Al llegar a mi asiento, el chico que estaba sentado en el pasillo no se movió.
- Disculpe, – dije con tono irritado. - ¿Me permite pasar a mi asiento?
- Oh, perdón, – respondió el atractivo muchacho en lo que se ponía de pie.
No me miró. Parecía distraído. Se me hacía extraño que un hombre no me mirara. Era lo único que sabían hacer, mirarme con asombro y con lascivia. Cuando ya no pude resistir su indiferencia, le toqué el hombro para que me volviese a dejar pasar para ir al baño. A mi regreso, le hablé antes de que se volviese a colocar los auriculares
- ¿Vives en Nueva York?
- Bueno, sí y no. Estoy estudiando piano en Julliard.
- Vaya, qué interesante. Parece que está como a 20 bajo cero en Manhattan.
- Sí, creo que está nevando mucho. ¿Y tú? ¿Vives allí? – me preguntó por cortesía.
- No, yo voy a trabajar. Soy modelo.
- ¿Modelo? ¿De qué?
- Pues modelo de pasarela, de colecciones de moda, – respondí pensando que le debería haber sido obvio, si se hubiese fijado bien en mí.
- Ah…, - dijo pareciendo no entender muy bien.
- ¿Nunca has visto un desfile de moda?
- No, nunca he visto un desfile de moda, – sonrió. – Soy ciego.
La sangré se me heló y me quise morir. ¿Cómo no me había dado cuenta? Le miré a los ojos. Tenía unos ojos hermosos, de un verde claro.
- Lo siento. No me había dado cuenta, – dije sintiéndome apenadísima.
- No te preocupes. Para mí ser ciego es normal. Nací ciego.
- ¿Cómo te llamas? - pregunté tratando de apurar el momento incómodo.
- Me llamo Rolando, ¿y tú?
- Carel, me llamo Carel.
- ¿Carel? Nunca lo había oído.
- Me imagino que no. Es un nombre inventado. Mi mamá se llama Carmen y mi papá Rafael. Entonces quisieron unir sus dos nombres en el de su hija.
- Me parece simpático.
Estuvimos conversando durante media hora. Me sentía muy cómoda con él, no tenía que estar en guardia como con otros hombres. Él tenía entonces apenas diecinueve años y yo veinticuatro. Sin embargo, entre su ingenua sencillez y mi bagaje, nos separaban siglos.
- ¿Tienes novia? – me atreví a preguntarle.
- No, no tengo novia, – sonrió. - Nunca he tenido novia.
- Pues eres un chico muy guapo.
- Gracias, tú también eres muy hermosa.
- ¿Eso cómo lo sabes? – pregunté con auténtica curiosidad.
- Es lo que recibo de ti. Eres hermosa por dentro.
Jamás nadie me había dicho que era hermosa por dentro. Estaba tan acostumbrada a que celebraran mi belleza externa que no se me ocurrió pensar que alguien me pudiese encontrar hermosa por dentro.
A los pocos minutos, empezó una horrible turbulencia. El avión daba sacudidas bruscas. La gente empezó a gritar y yo a ponerme nerviosa. Rolando me tomó la mano para intentar tranquilizarme. Al sentir su mano, por unos instantes, olvidé la turbulencia y todos mis sentidos se concentraron en mi mano, anidada en la de Rolando.
El piloto nos informó que había una tormenta de nieve en Nueva York y que habían tenido que cerrar los aeropuertos. Nos desviaban a Boston, donde pasaríamos la noche en un hotel, hasta que abrieran el aeropuerto al día siguiente. Al llegar a Boston, unos autobuses nos esperaban. En todas las idas y venidas, yo llevaba a Rolando de la mano para que no tuviese que depender de su bastón. No quería soltar su mano. Nos dieron a cada uno una habitación y acompañé a Rolando a la suya.
- ¿Me invitas a pasar la noche contigo, Rolando?
- ¿Cómo? – preguntó con asombro.
Sabía que iba a ser su primera vez; que nunca antes había hecho el amor con una mujer y deseaba con todas mis fuerzas ser yo la primera mujer que lo iniciara en el camino de los placeres carnales. Pero cuando se cerró la puerta me invadió una desconocida timidez. Rolando no se movía, no hablaba, parecía estar escuchando mi respiración.
- ¿Por qué no tomamos una ducha juntos? – propuse. – Estamos agotados del viaje.
- Bien…- respondió en un susurro.
Comenzó a despojarse de su ropa. Yo también lo hacía acompasada a su ritmo. No quería mirarle, no me parecía justo que yo lo pudiese ver y él a mí no. Entonces, apagué la luz. Seguidamente nos dirigimos a tientas hacia la ducha y nos colocamos bajo el potente chorro sensual y revitalizador. Me di cuenta que nunca me había duchado en la oscuridad total. Todas las sensaciones se me iban magnificando.
Aquella ducha fue una especie de bautizo hacia un mundo de sensaciones desconocidas. Bajo aquel chorro caliente, nos tocábamos y nos enjabonábamos con timidez y ritmos de inocencia. Sus manos se deslizaban por mi cuerpo de una manera distinta, como si quisiera memorizar cada recodo, cada curva, cada pedacito de mi cuerpo. La novedosa sensación de su tacto me llevó a hacer lo mismo sobre su juvenil cuerpo. En aquella oscuridad, mis dedos adquirían un nuevo tacto. Nuestros mutuos recorridos eran lentos. Sentía que su cuerpo me hablaba, y me daba la impresión que él también escuchaba lo que le decía mi cuerpo. Entre nosotros se produjo una honestidad total. Fui entrando en un estado hipnótico y no recuerdo cuánto duró aquella ducha, ni cómo nos encontramos desnudos sobre la cama en aquella oscuridad que me hacía ver destellos de luces dentro de mi cerebro. Sentía la punta de sus dedos pulsar intermitentemente de un lado a otro de mi cuerpo, mientras me mantenía quieta, concentrada en esa nueva forma de acariciar. Después de un rato, le pregunté:
- ¿Qué haces?
- Compongo una sinfonía.
- ¿Una sinfonía?
- Sí una hermosa sinfonía. ¿No la escuchas?
- No… - dije con cierta tristeza.
- Yo la escucho. Se llama “Descubrimiento.”
- Descubrimiento…- repetí - Me gusta.
Me sentí halaga y a la vez perpleja. Estaba acostumbrada a los embistes presurosos de los hombres. Cuando me tenían desnuda sobre una cama, se abalanzaban sobre mí como hambrientos salvajes, manoseándome torpemente, babeándome, frotándose sin delicadeza sobre mí, no demorando mucho antes de penetrarme y luego eyacular, bramando en mi oído como una fiera herida.
Sin embargo, Rolando no tenía prisa; me exploraba milímetro a milímetro con ternura y pueril curiosidad. En su recorrido, sentí cómo se iba despertando mi cuerpo. Me dí cuenta que nadie había reparado jamás en la totalidad de mi anatomía. Se tomaba su tiempo explorando mis pies, cada dedo, cada curva, cada hendidura. Iba recorriendo mis piernas, casi como si buscara algo. Sus manos eran cálidas y suaves; tenía una manera muy distinta de tocar. Me daba la impresión que iba leyendo los secretos de mi cuerpo.
Me sentía tan ligera que pensaba que iba levitar en cualquier momento. Con la respiración entrecortada, sentía ráfagas de temblores y escalofríos recorrerme de punta a punta. Necesitaba abrazarlo, comprimirlo contra mi cuerpo. Quería gritarle que me penetrara. Le tomé la cabeza y atraje su boca a la mía. Él se entregó a mis besos. Nos besamos por largo rato, y siguió besándome toda. Un nuevo recorrido, húmedo de labios y lengua, que me hizo escalar a niveles supra humanos. El placer era tan intenso que hacía brotar lágrimas de mis ojos, lágrimas que resbalaban por mis pómulos hasta morir en la almohada.
Cuando su lengua se concentró en mi sexo empapado, poco tardé en explotar en un orgasmo tan brutal que culminó en espasmos casi convulsivos. El se agarró a mis caderas como un cowboy de rodeo tratando de mantenerse sobre un potro salvaje y siguió torturando mi sexo con su lengua, provocándome orgasmo tras orgasmo. Pensaba que me iba morir de la intensidad y le suplicaba que parase, empujando su frente.
De pronto, se separó de mí y sentí su sexo hinchado penetrar en lo más profundo de mi ser. Se volvieron a apoderar de mí las ráfagas orgásmicas y clavé mis uñas involuntariamente sobre su espalda, mientras me mordía el labio inferior hasta sacarle sangre. Veía colores explotar detrás de mis párpados cerrados. Y por un momento noté cómo mi cuerpo perdía su densidad y se fusionaba con el de Rolando. Nunca antes había experimentado sensaciones tan enajenantes. No recuerdo cuánto tiempo hicimos el amor esa primera vez, ni cuantas otras veces nos volvimos a fusionar esa noche. Apenas habíamos dormido una hora cuando sonó el teléfono informándonos que el autobús estaría en frente del hotel en media hora para llevarnos al aeropuerto.
- Tenemos que levantarnos, – le dije con una mezcla de dulzura y tristeza.
Rolando no me respondió. Simplemente dejaba que sus manos siguieran acariciándome con suma ternura. Finalmente, preguntó: - ¿Nos volveremos a ver?
Entonces fui yo la que me mantuve largo rato en silencio. ¿Cómo decirle que nuestros mundos eran distintos? Yo había luchado toda mi vida por ser alguien, por salir de la pobreza. Adoraba las luces que él nunca podría ver, y las miradas sobre mi cuerpo cuando desfilaba por las mejores pasarelas del mundo, y mi foto en las revistas.
- Mira Rolando, es que…
Me interrumpió. - No digas nada, entiendo…
Quise gritar: - No, no entiendes, no puedes entender.- Yo era una adicta a la vanidad y al egocentrismo y no tenía la fuerza para desengancharme de mi droga.
En el corto vuelo de Boston a Manhattan, viajamos en silencio, con las manos cogidas. A ambos nos corrían las lágrimas por las mejillas.
No fui capaz de despedirme. Cuando salí del avión empecé a correr como una desesperada con mi equipaje de mano. No miré hacía atrás. Sabía que si lo volvía a mirar, podría derrumbarse todo mi mundo.
Un triunfal acorde final, seguido por una abrumadora ovación, me trajo al presente. Rolando saludaba mientras el público aplaudía de pie. A los pocos minutos, una masa humana acudió a felicitarlo. Casi era asfixiante el calor en ese pasillo que llevaba al camerino. Muchas personas me saludan al entrar y salir de camerino. Luigi Citadella, el director de la filarmónica, logró zafarse de cuatro damas parlanchinas y llegó hasta mí.
- Ven Carel, te voy a presentar a Rolando. Le he hablado mucho de ti y de cuánto nos apoyas. - Me tomó del brazo y se abrió paso entre la gente.
- Discúlpennos un momento, – dijo escoltando amablemente a varias personas fuera del camerino y cerrando la puerta. Rolando se puso de pie, pero se sujetó al instante de la silla, como si le hubiese dado un mareo.
- Rolando, no te robaremos mucho tiempo, sólo quería presentarte a la dama de quien te hablé, nuestra gran benefactora la Sra. Medrano.
Rolando extendió la mano, me acercó hacía él y me dio dos besos.
- No tengo palabras para decirle lo mucho que disfruté su concierto, y el conocerle ahora personalmente, - logré decir.
- Es para mí es un honor que haya venido.
Rolando no me soltaba la mano y yo no sabía qué más decirle.
- Espero que acepte dar otros conciertos en nuestra próxima temporada.
- Me encantará volver a tocar para un público tan generoso. ¿Vendrá usted mañana? – me preguntó mirándome a los ojos.
- No creo, tengo que presidir un acto benéfico.
- La espero entonces.
- Aunque me encantaría venir, me será imposible. - Tuve que reiterárselo, pues no parecía haber escuchado mi explicación.
- No importa, la estaré esperando, – insistió.
- ¿Por qué dice eso?
- Porque siempre te he estado esperando, Carel.
No pude reaccionar. En ese instante tocaron a la puerta y Luigi se dirigió a abrirla. Acto seguido irrumpió el manager de Rolando con otras distinguidas personalidades que querían felicitar al maestro. La gente que entraba me iba empujando hasta que me encontré fuera del camerino. Poco a poco la distancia entre nosotros se hacía mayor. Comencé a andar de prisa; todo se me hizo una gran nebulosa. No recuerdo cómo llegué a mi casa. En la cabeza me martillaban sus palabras.
- Te estaré esperando… porque siempre te he estado esperando, Carel.
Me había reconocido. Sin embargo, yo no me consideraba digna de él. Me había sentido tan superior aquel día que nos conocimos. Yo era famosa, bella y camino a ser muy rica. Él era un pobre ciego que quería ser pianista.
Ahora él era famoso, respetado, rico y mucho más guapo que cuando lo conocí. ¿Qué podría querer de mí? Quizás una venganza, pensé. Me arrepentí al instante de mi mezquindad. Así quizás hubiese obrado yo en su lugar, siempre víctima de mi egoísmo y mi vanidad. La vanidad que me había hecho sentir superior a todos los hombres.
Ninguno me merecía, ninguno había sido el hombre ideal, y por eso de todos me había cansado. De todos me había separado y ahora estaba sola. Tal vez si aquel día en el avión pudiese haber visto en lo que se convertiría mi vida, nunca me hubiese separado de Rolando. Levanté el teléfono y marqué. Una voz soñolienta contestó.
- Vanesa, soy Carel. Perdona que te llame a estas horas, pero es que no puedo asistir mañana al evento.
- ¿Estás enferma?
- No, no es eso.
- Entonces, ¿por qué?
- Porque mañana quiero escuchar a Rolando Mijares.
- ¿No fuiste esta noche al concierto?
- Sí Vanesa, fui. Pero esta noche sólo tocó sinfonías en el piano.
- No entiendo. ¿Qué va a tocar mañana?
- Sinfonías sobre mi piel…
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1 comentario:
Muy bueno Julie. Me alegra haber entrado a este blog y leerte. También me hice seguidora, para entrar en otras oportunidades.
Saludos desde el lejando y pequeño Uruguay
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