martes, 10 de enero de 2012
Capítulo 34. UNA NOCHE PERFECTA.
Ana Rosa Valdez
No hay excusas cuando alguien quiere marcharse. Quienes buscan o inventan las explicaciones son los que se quedan, el que parte sólo necesita un ticket de ida y seiscientos dólares en efectivo, un mapa quizás, y algo donde guardar un libro, una bufanda y un perfume ligero. Cuando Marla entró en el dormitorio, a Jeannie no le faltaba el bolso perfecto -completamente amarillo de Afolfo Dominguez- y los zapatos -unos azules de Ana Sui- en la mano. Tampoco estaba ausente el perfume, algo de Lolita como de costumbre.
- Otra vez... - Marla suspiró.
- Debo buscar esos documentos, en algún lugar de los estantes, ay! tantos estantes! - Jeannie parecía preocupada. Su angustia desapareció sin dar lugar a la sospecha, y continuó librando una batalla descomunal contra sus pestañas, había que rizarlas de cualquier manera.
- No deberías... - A Marla la inquietud no le sentaba bien, se ponía tensa y torpe, extremadamente torpe.
- Los zapatos me van bien, quizás deberías quedarte con los otros. Deberías tenerlos todos, la verdad. Ah! Pero tus pies pequeños... - Sonrió, quizás por última vez en aquella tarde.
Marla continuó observando, creando excusas, casi redactándolas en el libro mágico de su cabeza. Jeannie no dejaba de moverse, buscaba cosas a tientas, al azar. Mirándose en el espejo de un estuche dorado, Marla lucía como la chica que aparece en la portada de la Harper´s Bazaar de agosto de 1902. Con esa exactitud, pero sin las flores en el cabello. El cabello de Marla siempre estaba corto y era imposible adornarlo siquiera con vinchas o con diademas de colores. Por ello, a Jeannie le parecía justo colocarlas todas en su cabello naranja, a pesar de las burlas de los empleados del almacén y los transeúntes en la estación del autobus.
Jeannie se marcha por fin, sacude sus zapatos y coge el maldito bolso amarillo. Dice que debe estudiar un asunto importante en la biblioteca de la Universidad de Miskatonik; por supuesto Marla no puede concebir tal desfachatez, no sólo porque dicha biblioteca sea en realidad una justificación insensata, sino porque a Jeannie el olor de los libros viejos le producen alergias. Sin embargo, y contra cualquier reclamo de última hora, ella se marcha, huye otra vez, y Marla no puede sino quedarse frente al pequeño espejo del estuche, mirando sus ojos sin lágrimas y escuchando el silencio que comienza a atraparla por los pies.
***
En la última página del diario dominical, bajo la sombra de unos abedules artificiales en Second Life, en la acera derruida de una calle de Bagdad, Marla espera con los tobillos cruzados. Lleva un par de minutos o un par de horas, el tiempo no es importante, pero las manos ya comienzan a sudarle y es incómodo entre tanta humedad que sofoca el ambiente. Diminutos insectos han decidido agobiar aún más sus piernas cansadas, no tiene repelente ni una manta con qué cubrir más allá de sus hombros desnudos. El día amenaza con aparecerse sin que haya alguna respuesta. En su cabeza, las ideas chocan entre sí como espíritus que vagan por este mundo. Piensa en cómo han sucedido las cosas, han pasado años, muchos años desde que la tuvo en sus brazos. Y le cuesta estar en donde está ahora. Haberse quedado así, con la impresión de que uno de estos día toda la red colapsará, como un vaticinio del demonio, y se llevará consigo todas las imágenes y las letras, no sólo las de Jeannie sino las de todas las personas que confiaron en ella. Ese día -piensa- no quedará nada, se tendrá que expectar el vacío, la gente se mirará al espejo y alguien dirá que hemos muerto -otra vez.
Si Marla pudiera verla por última vez, sería en una noche sin estrellas. ¿Sería esa noche acaso una noche perfecta?
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